Identificación
Nos encontramos ante una obra escultórica titulada David, realizada por Miguel Ángel Buonarroti entre los años 1501 y 1504. Esta pieza, representativa del arte renacentista, se encuentra en el museo de la Academia, en Florencia, Italia.
Contexto Histórico
Si el paso de Miguel Ángel por el campo de la arquitectura y de la pintura es decisivo para el destino de ambas artes, en el de la escultura lo es aún más. No sólo todos los escultores del siglo resultan a su lado verdaderos pigmeos, sino que en su estilo se encuentra ya todo el manierismo posterior a él, y en su germen, el estilo barroco. Tras la Piedad del Vaticano (1497) y la Virgen de Brujas (1500), esculpe el David (1501), considerada como la obra culminante de su etapa de juventud. De tamaño colosal, nada ha producido hasta entonces el Renacimiento que pueda comparársele. Según nos cuentan sus biógrafos, en su origen fue un enorme bloque de mármol comenzado a desbastar cuarenta años antes por Agostino di Duccio que, incapaz de darle la forma deseada después de diversas tentativas, lo había abandonado. Será Miguel Ángel quien, tras una breve estancia en Roma, reciba el encargo de los administradores de Santa María in Flore de aprovechar esta pieza marmórea. Ejecuta la obra en apenas tres años. La forma estrecha y alargada condiciona el resultado, amén de las dificultades técnicas a las que debe hacer frente. Su genialidad radica en haber concentrado en ella, pese a tales limitaciones, toda la tensión que transmite tan vigorosa composición. Recientemente se ha señalado que el David «puede considerarse como la síntesis de los ideales del Renacimiento florentino. El artista expresa la vibración de los huesos, arterias y músculos bajo la piel, hasta producir un efecto dinámico que se proyecta en un movimiento centrípeto cuyas líneas de fuerza retornan una y otra vez a la figura. Es la sensación de vitalidad interna de un cuerpo en continua tensión. Esta manera de concebir las formas corporales supone un alejamiento del clasicismo en favor de la expresividad. Miguel Ángel se aleja de los cánones clásicos para mostrar la tragedia interior del personaje y dotarlo de la ‘terribilitá’ que, en adelante, caracterizará la práctica totalidad de sus obras. El David «constituye, pues, una de las más claras vulneraciones de la normativa clasicista», lejos de la pretensión del «estilo único» defendido por Leonardo. Lo cual no hace sino poner de manifiesto la contemporaneidad del escultor florentino. Miguel Ángel integra en el David las figuras del Hércules pagano y del David cristiano, ya que si aquél fue el «símbolo de la fuerza en la antigüedad», éste es considerado como «la manufortis de la Edad Media». En él el autor no representa al pastor bíblico, sino que encarna al guerrero, que expresa las virtudes más aplaudidas por los florentinos: la fortaleza y la ira, exaltada como la virtud cívica por excelencia; la ira, condenada como vicio en los siglos bajomedievales, es elevada aquí a la categoría de virtud, puesto que ella dota de fuerza moral al hombre valeroso. Si el David, según los deseos del propio Miguel Ángel, iba a presidir la entrada del Palacio de la Signoria de Florencia, debía ser la encarnación de los ideales de la república. Así lo entendió Vasari que, haciéndose eco de las opiniones de sus contemporáneos, llegó a afirmar: «De igual modo que David defendió a su pueblo y lo gobernó con justicia, así quienes rigen los destinos de esta ciudad deben defenderla con arrojo y gobernarla con justicia». David es el nuevo Hércules y junto a éste será el símbolo emblemático de la ciudad del Amo El 14 de mayo de 1504, el David, o el Gigante como le llamaban los florentinos, es trasladado desde el taller del artista situado detrás de la catedral, hasta el pie de la escalinata del Palacio de la Signoria.
Análisis de la Obra
La escultura que comentamos representa a un hombre joven en actitud de marcha, con la mano izquierda sobre el muslo correspondiente en ademán de agarrar una piedra, mientras que con la opuesta sujeta los extremos de una honda que se desliza por el hombro izquierdo. Su frontalidad es sólo aparente, pues el leve giro de la cabeza obliga al espectador que la contempla a cambiar su punto de mira que, igualmente, se inclina hacia el mismo lado izquierdo. Toda la obra respira un aire clásico: la curva inguinal, la preocupación por la musculatura o la propia orientación temática parecen confirmar dicha afirmación. No obstante, una observación atenta de sus rasgos corporales, gestos o expresión del rostro, ponen al descubierto el apasionamiento de un hombre sometido a una gran tensión. La escultura, de 4,10 m de altura lleva la mano izquierda a la honda, que cae sobre el hombro y la espalda, mientras que el brazo derecho pende verticalmente. La cabeza se mueve también hacia la derecha, sesgadamente, ofreciendo el perfil al espectador que mira frontalmente. Una pierna, ligeramente doblada, avanza hacia delante, mientras la otra, tensa, obliga a una ligera comprensión del torso, a la manera de algunos kouroi griegos. La obra está hecha para ser vista de frente y tiende a marcar lo desmesurado de las proporciones: la mirada se desliza por las piernas y el tronco hasta alcanzar el gesto contenido del rostro, consciente del eje sobre el que gira, del que es ligeramente excéntrica. Las características del bloque eran una dificultad a superar, pero también una condición que el artista aceptaba ya que le permitía concentrar en la imagen la máxima energía, e incluso concebir la figura del héroe en el momento de la concentración de la voluntad en vistas a la acción a ejecutar. El artista no representa la acción, sino su impulso moral, la tensión interior que precede el desencadenamiento del acto. La figura está en tensión: la pierna derecha, sobre la que se apoya, el pie izquierdo que se aleja, la mano con la honda, el codo doblado, el cuello girado…, ningún miembro está estático o relajado; sin embargo, se rompe cualquier sensación simétrica (equilibradora) con una mayor tensión del brazo y pierna izquierdos. El movimiento es contenido, centrípeto, con líneas de fuerza que retornan al bloque de piedra. La cabeza nos permite percibir la pasión del rostro, con su intensa sensación de vida interior, de figura que respira, casi jadeante, a la expectativa de un acontecimiento culminante. Es la misma expresión patética, fuerte, dramática, del Moisés, del Esclavo… Es la terribilitá de Miguel Ángel.
El Juicio Final de Miguel Ángel: Obra Maestra en la Capilla Sixtina
Identificación
Estamos ante un fresco renacentista, denominado El Juicio Final, pintado por Miguel Ángel Buonarroti, entre los años 1536 y 1541. Se encuentra en la Capilla Sixtina, en el Vaticano, Roma.
Contexto Histórico
Se considera el conjunto pictórico de la Capilla Sixtina como la culminación de su ideal universalista, en la que todos los elementos figurativos están integrados en una síntesis de las tres artes mayores y representados, desde la creación de la Humanidad hasta la visión escatológica del Juicio Final, según la más pura concepción de la técnica florentina y del monumentalismo romano. Esta bóveda reúne toda la Historia de la Salvación a través de episodios significativos del Antiguo Testamento. Como novedades remarcamos: la novedad y grandiosidad del conjunto, el completo estudio de la figura humana en anatomía y expresión, la variedad y sabiduría compositivas, el dominio virtuosista de la perspectiva, la potencia el dibujo, el encuadre y simulación arquitectónicos de total atrevimiento que confiere por su especial disposición una especial tensión y dramatismo de lo colosal, que envuelve al espectador y lo incluye en el dinamismo de las fuerzas desencadenadas. Es un verdadero y deslumbrante canto al cuerpo desnudo.
Análisis de la Obra
El Juicio Final, encargado por Clemente VII en 1534 y confirmado por Paulo III en 1535, fue comenzado en 1536 y terminado en 1541. Se proyectó para cubrir la pared del fondo de la Capilla hasta el arranque de la bóveda, para lo que se tuvo que suprimir un par de ventanas, así como varias pinturas de Perugino. Lo integran unas 400 figuras, concebidas como una composición unitaria, carente de compartimentaciones arquitectónicas y dividiéndola en cuatro registros horizontales de figuras. Los dos superiores están dedicados al mundo celestial, mientras que los dos inferiores al terrenal y al infierno. Los lunetos superiores muestran a los ángeles con los instrumentos de la Pasión, casi como invocando venganza. En el centro, la figura de Cristo-juez, destacado plástica y visualmente como una figura atlética, vigorosa e iluminada. A su derecha, la Virgen y los desnudos apóstoles y patriarcas A sus pies, las figuras de San Lorenzo y San Bartolomé, porque a ellas, además de a la Asunción, se dedicó la Sixtina. En un segundo friso, cuerpos desnudos de elegidos que ascienden y réprobos que bajan como suspendidos en un tapiz plano que renuncia a la profundidad. En la piel del desollado Bartolomé, un angustiado autorretrato de Miguel Ángel, como queriendo indicar que no era digno de estar en presencia de Cristo. En el espacio central del registro inferior se halla el grupo de ángeles tocando las trompetas para despertar a los muertos, mientras dos de ellos sostienen el pequeño Libro de la Vida y el gran Libro de la Muerte, como describe el Apocalipsis (20, 12) Abajo, las tumbas entreabiertas que hacen brotar los cuerpos reencarnados y la laguna Estigia con la barca funeral de Caronte, escena quizás inspirada en La Divina Comedia de Dante (III, 109-111); algunos condenados luchan en vano para huir de los diablos, y otros se lanzan desesperados al remolino. En el centro del registro inferior, y en contraposición al eje en que se halla la figura de Cristo, se representa la boca del Infierno. En el Juicio Final se ensayan todas las posibilidades de movimiento, actitud, escorzo y agrupación de la figura humana. En la composición se valoran igualmente los espacios vacíos y las masas que se presentan con independencia, aunque con un ritmo y un sentido no clásico de la perspectiva. Las figuras experimentan un aumento de escala a medida que se hallan en los registros superiores. El grupo central tiene una escala mayor que el superior y que los grupos laterales de este mismo registro. Establece, pues, una alteración de la perspectiva en función de la jerarquía y del significado de las figuras, rompiendo así la sensación planimétrica de la composición y el efecto de horizontalidad que podrían producir los distintos registros. El efecto final es el de una composición plasmada sobre una superficie convexa. El gesto de Cristo pone en movimiento irresistible el conjunto tumultuoso. La perfección clásica y el equilibrio del techo dan paso aquí a un desbordamiento dramático y a una violencia pesimista, que puede considerarse ya manierista, por su desprecio de la claridad y su complacencia en lo caprichoso; las figuras se retuerzan sobre sí mismas, y para sostener sus masas en un espacio vacío, Miguel Ángel desarrolla, dentro de las mismas masas, una fuerza de empuje que las sustrae a la inercia, y asocia después todos estos movimientos en un ritmo único que reúne en un torbellino rotante las caídas y los empujes. A la izquierda todo es ascenso fatigoso, a la derecha descenso frenado, pero el giro es continuo en torno al espacio vacío del centro. En el abandono de toda referencia al platonismo, en la presencia dominante de Cristo-juez como eje de la composición, y en la idea de la muerte como momento de rendición de cuentas y no como triunfo, culmina la crisis de todo tipo de concordatio. Se había producido ya el saqueo de Roma, acaecido el 1527, los principios de la Reforma estaban arraigando y se notaba la repercusión de la Contrarreforma en los programas y concepciones del arte religioso. El motivo dominante es el destino de la humanidad, el desenlace de la historia. Dios juez, desnudo, atlético, sin ninguno de los atributos tradicionales de Cristo, es la imagen de la suprema justicia. Rompiendo con la tradición iconográfica, concibe la composición como una masa de figuras que rotan en torno a Cristo, cuya figura emerge en un limbo de luz. Entre Dios y la Humanidad hay una tensión inevitable: la humanidad no es pequeña y humilde, sino gigantesca y heroica, casi soberbia, tanto en la culpa como en la pena.