7.1 La población española creció lentamente en comparación con otros países europeos, aumentando solo un 77% (de 10,5 a 18,7 millones de habitantes). En contraste, Alemania duplicó su población y Gran Bretaña la cuadruplicó. Esto se debió a que España tardó más en adoptar el modelo de transición demográfica impulsado por la industrialización y las mejoras sanitarias, que en otros países redujeron la mortalidad mientras se mantenían altas tasas de natalidad. En España, el Régimen Demográfico Antiguo se caracterizó por una alta natalidad (34‰) y una elevada mortalidad (29‰), especialmente infantil, lo que limitaba el crecimiento de la población. La esperanza de vida era baja, alrededor de 35 años. Las causas de la alta mortalidad incluían hambrunas periódicas, epidemias (viruela, cólera) y enfermedades endémicas (paludismo, tuberculosis, sarampión, etc.), agravadas por la mala alimentación, las deficientes condiciones higiénicas y una atención sanitaria precaria.
Las crisis de subsistencia y hambrunas eran frecuentes debido a factores coyunturales (sequías, heladas) y estructurales (bajo rendimiento agrícola, escasa capacidad de almacenamiento y mala red de transportes). Cataluña fue una excepción al Régimen Demográfico Antiguo gracias a su industrialización desde principios del siglo XIX. Su población creció un 145%, y la migración del campo a la ciudad, junto con la reducción de la mortalidad, impulsó su transición al régimen demográfico moderno, asemejándose a los países europeos más avanzados.
Movimientos Migratorios Internos
En el siglo XIX, España experimentó una desigual distribución de la población, con excepción de Madrid, que atraía habitantes. Las ventajas económicas y el mejor acceso a comunicaciones y comercio impulsaron la migración desde el interior hacia las zonas costeras. La abolición del régimen señorial y las desamortizaciones liberales impulsaron los flujos migratorios del campo hacia las ciudades, especialmente a Barcelona, Madrid y Bilbao, debido a la industrialización. Además, la emigración a América fue una constante en el siglo XIX, especialmente hacia Argentina, Cuba y Venezuela, con mayor intensidad en la segunda mitad del siglo tras el restablecimiento de relaciones diplomáticas. Los emigrantes procedían principalmente de Galicia, Asturias, Cantabria y Canarias.
Evolución de las Ciudades
A comienzos del siglo XX, España seguía siendo un país rural, con casi el 90% de la población en localidades de menos de 100.000 habitantes. Solo Madrid y Barcelona alcanzaban el medio millón de habitantes, lejos de las grandes capitales europeas. La tardía industrialización retrasó el éxodo rural hasta finales del siglo XIX. Aun así, el crecimiento urbano impulsó transformaciones como estaciones de ferrocarril, ensanches y barrios burgueses, como el Eixample de Barcelona y el barrio de Salamanca en Madrid, diseñados para la burguesía. Mientras tanto, la periferia se llenó de barrios obreros con infraviviendas y corralas.
De la Sociedad Estamental a la Sociedad de Clases
Las revoluciones liberales del siglo XIX establecieron la igualdad ante la ley y transformaron la sociedad estamental en una sociedad de clases, donde había igualdad de derechos civiles, pero no políticos. Pues, si bien los privilegios por nacimiento habían desaparecido, el liberalismo censitario hizo que solo unos pocos tuvieran derechos políticos, ya que era requisito tener ciertas propiedades para votar o ser elegido. Además, en la sociedad de clases la división social se marcará por la riqueza. La alta nobleza conservó su influencia, mientras que los hidalgos se diluyeron en la clase media propietaria. El clero perdió poder económico tras la desamortización, pero mantuvo gran influencia social al controlar la educación.
Los estamentos medievales se convirtieron en clases sociales, y en la España del siglo XIX se van a formar dos grandes grupos sociales:
- Clase dirigente: formada por la nobleza, el alto clero, altos cargos de la administración y el ejército, y la alta burguesía agraria e industrial.
- Clases populares: compuestas por artesanos, obreros, jornaleros y sirvientes, quienes, al no ser propietarios, no participaban directamente en política, pero sí mediante protestas, huelgas y milicias.
La expansión del liberalismo y el capitalismo durante la I Revolución Industrial benefició a la burguesía, pero perjudicó a las clases populares, generando una creciente conflictividad social. En respuesta, surgieron nuevas ideologías como el marxismo y el anarquismo, y el movimiento obrero impulsó diversas formas de protesta. Inicialmente, el ludismo promovió la quema de fábricas que reemplazaban a los trabajadores. Luego, se organizaron motines, huelgas y asociaciones obreras, como las Sociedades de Protección Mutua, que mediante el pago de una cuota creaba una caja de resistencia para pagar el jornal en caso de huelga, enfermedad, despido o huelga. El movimiento obrero exigía mejores salarios, reducción de la jornada laboral y libertad de asociación. En 1885, Barcelona fue escenario de la primera huelga general en España, causada por la introducción de nuevas máquinas hiladoras que dejaron sin empleo a muchos trabajadores.
Para frenar el capitalismo y coordinar la lucha obrera, en 1864 se creó en Londres la Primera Asociación Internacional del Trabajo (AIT), donde socialistas y anarquistas compartían el objetivo de una sociedad sin clases, pero diferían en sus métodos: el socialismo defendía la revolución y un estado fuerte, mientras que el anarquismo rechazaba la acción política y el estado. En España, la legalización de los sindicatos llegó con la Revolución de 1868. En 1870 se fundó la Federación Regional Española de la AIT, que adoptó el apoliticismo. En 1879, Pablo Iglesias fundó el PSOE con ideología marxista, y en 1888 nació la UGT.
7.2 La reforma agraria liberal eliminó las restricciones del antiguo régimen sobre la tierra, creando un mercado libre. Aunque la nobleza mantuvo sus tierras, la venta de tierras de la Iglesia no mejoró la productividad, pero permitió una expansión de 6 millones de hectáreas, especialmente en cereales, lo que redujo las importaciones de trigo. Esto favoreció una política proteccionista, beneficiando la exportación de vino, naranja y aceite de oliva, mientras que la ganadería ovina sufrió debido a la desaparición de la Mesta. La propiedad agraria se estructuró en minifundios en Galicia, parcelas medianas en el norte y arrendamientos cortos en el centro y sureste. En el sur, predominaban los latifundios, y las desamortizaciones causaron agitación en el campo andaluz, con ocupaciones y protestas de jornaleros sin tierra. Tras 1855, la venta de tierras comunales empeoró la situación, provocando insurrecciones y un aumento de la emigración a América. Durante el Sexenio Democrático, la “cuestión agraria” se convirtió en una de las principales reivindicaciones del republicanismo español.
Revolución Industrial en España
En cuanto a la Revolución Industrial, España intentó transformar su estructura económica, que aún dependía de una agricultura latifundista de bajo rendimiento heredada del Antiguo Régimen. A pesar de esfuerzos por fomentar la industria y el comercio, como la creación de infraestructuras de ferrocarril, la excesiva dependencia del sector agrario, la falta de capital y la escasa iniciativa de la nobleza y la alta burguesía limitaron el éxito. Esto resultó en un retraso industrial y un subdesarrollo económico en comparación con otros países europeos.
Al iniciar el siglo XIX, la única actividad industrial importante en España era la industria textil catalana, impulsada por la burguesía local y protegida por altos aranceles frente a la competencia inglesa. El sector algodonero fue el más dinámico, aunque sus empresas eran de tamaño pequeño y mediano, con poca capacidad para competir en el mercado exterior. El sector lanero, que había sido el más relevante durante el Antiguo Régimen, pasó a un segundo plano, siendo desplazado por el algodón. Los centros tradicionales de producción lanera en Castilla, como Béjar y Segovia, se trasladaron a la periferia de Barcelona.
España poseía abundantes recursos minerales, como hierro, plomo, cobre y mercurio, cerca de zonas portuarias, pero carecía de capital, conocimientos técnicos y demanda para explotarlos. Con la Ley de Minas de 1868, se buscó atraer capital extranjero, y los yacimientos pasaron a manos de compañías extranjeras que exportaban los minerales, sin que se desarrollara una industria transformadora. En siderurgia, aunque España tenía abundancia de hierro, carecía de carbón de calidad. A mediados del siglo XIX, las ferrerías se ubicaban en Málaga, pero la falta de carbón encarecía los productos. En los años 80, la industria se trasladó a Asturias y Vizcaya, donde la presencia de carbón y minas de hierro favoreció la industrialización, especialmente en el País Vasco. Se estableció un eje comercial entre Bilbao y Gran Bretaña.
En cuanto a energía, el carbón español era de baja calidad, y su consumo solo creció en la segunda mitad del siglo debido al impulso del ferrocarril, la navegación a vapor y la industrialización. La industrialización en España fue limitada, con solo dos focos principales: la industria textil en Cataluña y la siderúrgica en el País Vasco. Ambos sectores fueron poco competitivos, pero se sostuvieron gracias a la política proteccionista del gobierno, que imponía altos aranceles para proteger la industria nacional, aunque a costa de cerrar el mercado al progreso. La industria española dependía en gran medida de capital extranjero, especialmente en aspectos técnicos, financieros y energéticos. Además, la capacidad productiva era baja y el mercado interno era débil, ya que la mayoría de la población tenía una capacidad adquisitiva limitada, lo que reducía la demanda nacional.
Infraestructuras y Comercio
La orografía de España dificultaba el transporte de mercancías y personas, con montañas que separaban el interior y la falta de ríos navegables. A partir de 1840, se mejoraron caminos, carreteras y transportes, reemplazando bueyes por caballos y creando servicios de diligencias y postas. El ferrocarril, que revolucionaba Europa, fue la esperanza para mejorar las infraestructuras. A finales de 1840, se comenzó a construir la red ferroviaria, impulsada por la Ley General de Ferrocarriles de 1855, pero las concesiones fueron dominadas por empresas extranjeras, y la red no alcanzó los objetivos debido a problemas de rentabilidad y conexiones limitadas con Europa. En el transporte marítimo, también hubo mejoras significativas con la incorporación de barcos de vapor y veleros rápidos como los clíppers. Los puertos de Cádiz, Barcelona, Santander, Bilbao, Málaga y La Coruña fueron los principales focos de comercio.
El comercio español no tenía un mercado interior unificado debido a restricciones del Antiguo Régimen, y tras perder las colonias, se centró en Europa, con un déficit comercial. Para proteger la industria nacional, se adoptaron políticas proteccionistas, mientras los librecambistas abogaban por la menor intervención estatal. En la banca, se fundó el Banco de España en 1856 y se introdujo la peseta en 1868. Tras 1898, la repatriación de capitales de las colonias impulsó el sector bancario, dando lugar al Banco Hispano Americano.