Después de muchos años, los herederos de John Wesley Hyatt deberían sentirse traicionados por ese pariente lejano.
Fue él quien nos expulsa definitivamente de nuestra propia casa. Aunque no creo que él esté consciente de aquello, salvo que haya otra vida y si está mirando, aún así, si fuese verdad este dogma, opio del pueblo, creo que nos debe estar mirando con profunda tristeza. Seguramente desde el mismísimo averno. La cavilación era del padre de familia.
El tatarabuelo por allá en los años 1860, por ganar una suculenta cifra en dólares, inventó el celuloide, disolviendo la celulosa un elemento completamente natural en un ungüento-como diría mi madre- en una solución de alcanfor y etanol. Otros se aprovecharon muchísimo de este invento, pero él ni siquiera ganó, pero sí las invasoras.
Le doy otra bolsa patroncito, no sea que se le caigan los mangos
Gracias muchachito por la atención
Aquellas bolsas llegan a la casa donde se aplica una costumbre sacra: guardarlas para un uso posterior. Pero éstas se multiplican, ya perdieron parte del lavadero y de la cocina donde hay muchas de ellas y no dejan realizar las maniobras propias de aquellos sectores del inmueble. Más de alguna vez, mi señora-seguía pensando Mathus- encontró una calcilla o par de calcetines de olor pestilente, pero sacramente guardados, por aquéllas.
Las guardadoras, son así. No tienen memoria. Solo guardan. Existen tantas bolsas como cosas, por lo tanto no es de extrañar que nos confundamos de vez en cuando. La lealtad que nos concitan es increíble, inclusive a costa de nuestra propia comodidad y -porque no decirlo- de nuestra propia salvación. Debió ser el fruto prohibido. No cabe duda.
El otro día la empleada de los Wesley extravió a un niño, todo el mundo lo buscaba, se llegó a pensar lo peor: que era una promiscua asistente, pero lo había guardado en aquellas bolsas con personalidad que dan pena botar por su infinita capacidad. Francisquito o Panchito como le llamaban de cariño, se había quedado dormido inhalando ese fatídico olor a polímeros. Casi muere.
Es nuestro orgullo invaden fáciles de trabajar y moldear irrumpen tienen un bajo costo de producción penetran poseen baja densidad suelen ser impermeables acometen buenos aislantes eléctricos atacan aceptables aislantes acústicos violentan buenos aislantes térmicos aunque la mayoría no resisten temperaturas muy elevadas expulsan resistentes a la corrosión y a muchos factores químicos nos ahogan algunos no son biodegradables ni fáciles de reciclar y si se queman son muy contaminantes. Si odiosas, no podemos con ellas, nos expulsan de la casa.
En el mundo, un millón de bolsas por minutos son las que abordamos, recogemos, veneramos, sin saber que un día nos expulsarán irremediablemente de la casa y luego -lo más triste- del planeta.
Están las elegantes, que son las menos, pero son de marcas. Son casi intocables… deben ser guardadas. Parece que generan un hechizo con los integrantes de la casa, especialmente las mujeres. Matilde el otro día tenía que enviarle el almuerzo a su hijo Francisco, ya que había olvidado su lonchera el día anterior. Por lo tanto cada cubil de los alimentos, fueron envueltos por aquellas despreciables, las bolsas pequeñas que al parecer fueron engendradas sólo para ello: tareas menores. Todas ellas fueron a llegar al interior de una de estas elegantes que pareciera que enaltecen todo momento y contexto. Por supuesto que dependerá de la marca si se ocupa para tal o cual tarea… ellas son verdaderamente unas hidalgas.
Pero son las despreciables las que nos expulsan de nuestras casas, ellas pululan, se multiplican no sabemos cómo pero invaden hasta lo más íntimo. Mathus, el dueño de casa, rompiendo su quehacer dentro de su hogar, un día cualquiera, entró a la cocina. Abrió una de las puertas del mueble principal de la cocina y recibió un ataque emergente de bolsas que se encontraban guardadas, esperando ser ocupadas. Al parecer todas querían ser útiles, así que retozaron sobre Mathus para ofrecerse… indignas, sin orgullo personal, sin pensar que generaron un estado parecido a un shock. Desde ese momento que nunca más se entró a la cocina. El lugar de cocción de los alimentos de la familia se mudó hacia el lavadero. Matilde y Mathus dudaron mucho de esta decisión porque ese lugar estaba un tanto desordenado e invadido de botellas plásticas, parece que todas las botellas que llegaban a esa casa, debían ser ocultadas por allá. Pero por lo menos se podían ordenar en forma más simétrica -dijo Marx, el segundo hijo varón del matrimonio Wesley-Slon. Al parecer ese fue el argumento que inclinó la balanza.
No pasó mucho tiempo para que la realidad se repitiera nuevamente. Las bolsas de supermercados, de las ferias, de las casas comerciales se tomaron el lugar.
Estos polímeros sintéticos al parecer se coluden con los integrantes de esta familia. Como la memoria es una función del cerebro y, a la vez, un fenómeno de la mente que permite codificar, almacenar y recuperar la información, al parecer, así como nuestras neuronas generan conexiones sinápticas repetitivas, las invasivas se conectan de alguna forma reeditando el pecado edénico, de tal forma que lo ocurrido en la cocina, se olvidó incomprensiblemente y el resultado fue el mismo. El momento de la detonación intelectual, esta vez le ocurrió a Ninoska, hija mayor del matrimonio, que incursionó al lavadero al momento que una llave abierta de la artesa rebosaba el lugar y lo único que había a la mano eran las despreciables bolsas que ya estaban por todas partes. Ellas no querían participar de esta asignación nueva en sus quehaceres. Ellas no absorbían el agua, por lo tanto generaron una sublevación, explosaron como un zumbido de abejas y, al momento que tocaban el suelo anegado, iban abultándose de tal forma que el grupo tomó una contextura impenetrable.
-¡Mamá, mamá no puedo!
Fue un grito desgarrador, verdaderamente ella vio cobrar vida a las bolsas. Tenía miedo. Sólo alcanzó a cerrar la llave coludida y escapó. Fue indigno para Ninoska.
Estaban reducidos a los dormitorios y al living-comedor, pero no se hizo esperar el desalojo, esta vez fue más traumático; no había espacio alguno de la casa donde no hubiese una bolsa colgada y otra acumulando bríos para salir y retozar.
Todo se soportaba, sin memoria alguna, pero un hito rompió esa anodina actitud. En un momento de descuido de las invasoras, Mathus pudo ver la TV del momento y escuchó que el cuerpo humano ya estaba siendo invadido por el plástico en forma imperceptible, generando fallas en el metabolismo o en el desarrollo de los niños. Su respuesta a esta apocalíptica realidad fue un grito desgarrador. Llamó a reunión a su familia e intentó crear conciencia de lo que estaba ocurriendo. Poco a poco recuperaron su casa, pero faltaba el mundo: conciencia…
Cuando eso ocurría, una voz tenue lo despertaba:
-Papito, papito… despierta estás soñando
Un salto plañidero lo volvió a la realidad, las cárpulas volvían al ataque, pero ahora no era sueño.