San Agustín: Razón y Fe
San Agustín se preguntó cómo llega el ser humano al conocimiento de las más profundas verdades. Buscó la respuesta en el maniqueísmo, pero le resultó insatisfactoria. Adoptó el escepticismo, pero consideró que este se autosupera, pues quien duda al menos sabe que duda, lo que le lleva a aceptar verdades mínimas. Siendo ya cristiano, siguió reflexionando sobre la posibilidad de acceder a un conocimiento sensible, de nivel inferior, sobre las cosas del mundo.
San Agustín es un creyente que piensa. Reconoce que la razón y la fe pertenecen a ámbitos diferentes, pero ambas contribuyen a alcanzar el gran objetivo del hombre: ser unitario que ama apasionadamente la verdad divina.
- La razón ayuda a obtener la fe.
- La fe orienta y guía la razón.
Considera que el camino de la fe es la vía más segura. En esta vía, inteligencia y fe confluyen en el amor apasionado de la verdad. Para San Agustín el cristiano que piensa y el filósofo creyente son inseparables. Para él, el camino hacia el conocimiento superior se inicia con la experiencia interior o autoconciencia. En el interior de uno mismo es donde se encuentran la verdad y la máxima realidad: Dios. Mediante este proceso, el ser humano tiene acceso a las más elevadas verdades, aunque eso solo le es posible si recibe una iluminación divina, que es imprescindible para acceder al más elevado conocimiento. San Agustín llama sabiduría a este conocimiento superior, y afirma que el alma no se siente satisfecha hasta que no descansa en esta sabiduría, que es su gran anhelo, su gran amor. El amor mueve el alma hacia las verdades eternas.
Dios y el Mundo
Todas las cosas del mundo tienen en Dios sus ideas ejemplares; a partir de estas ideas eternas existentes en Dios, ha sido creado el mundo. En esta teoría encontramos un aspecto más de la cristianización de Platón y de Plotino. San Agustín busca conciliar la cultura indoeuropea (mundo eterno) con la judía (mundo creado). Así, las ideas ejemplares son eternas y el mundo material ha sido creado, y todas las cosas creadas son contingentes que tienen su causa en Dios. Establece un orden jerárquico:
- Dios
- Almas
- Cuerpo
- Mal (falta de luz)
Junto con la creación material del mundo fue creado el tiempo.
Visión del Ser Humano
Para entender al ser humano, San Agustín sigue el modelo dualista platónico: el hombre es un alma inmortal que ocupa y se sirve de un cuerpo mortal. Esta alma no ha existido eternamente, ha sido creada por Dios; no obstante, como herencia del pecado original, que tiene todo ser humano, el alma está dominada por el cuerpo. El pecado original explica la tendencia del hombre a hacer el mal. Para salvarse se necesita la gracia divina.
Libertad Humana
Si no soy libre, es absurdo hablar de auténtico comportamiento moral; por otra parte, si la gracia divina es imprescindible, ¿cómo puedo ser responsable de mis actos? Para entender bien la concepción de San Agustín sobre la libertad es necesario distinguir entre:
- Libertas o máxima libertad: es el anhelo de amar al supremo bien y de satisfacer así la búsqueda humana de la felicidad. Dios es el bien supremo.
- Liberum arbitrium o libre albedrio: consiste en la capacidad de decidir libremente, pero es una capacidad frágil y debilitada como consecuencia del pecado original. El ser humano a menudo tiende al mal. Solo podrá elegir y hacer el bien si recibe la gracia divina, don gratuito de Dios a sus elegidos. Con la gracia, el libre albedrio se transforma en libertas y tiende al bien.
Concepción de la Historia
El saqueo y la caída de Roma fueron vistos por muchos paganos como un castigo de los antiguos dioses romanos por haber abandonado las viejas tradiciones religiosas. La Ciudad de Dios es una crítica contra los que argumentaban a favor de las viejas divinidades. A medida que escribía, San Agustín iba ampliando la temática del libro hasta convertirlo en una completa concepción cristiana de la historia. La Ciudad de Dios fue uno de los libros que tuvo mayor influencia durante toda la Edad Media, ya que define las relaciones entre los poderes de la Iglesia y del Estado.
Toda la historia de la humanidad es la lucha entre dos ciudades: la de la luz o celestial (Jerusalén) y la de la oscuridad o terrenal (Babilonia o Roma). En nuestro mundo están mezcladas; los seguidores de Abel (el bien) y los de Caín (el mal) conviven en lucha. Pero la auténtica ciudad de los elegidos por Dios es invisible; en esta vida no podemos saber quiénes son los elegidos. Si no fuera por la gracia que Dios concede, toda la humanidad estaría condenada. El conflicto que cada individuo sufre (su lucha interna entre el bien y el mal) es una reproducción del conflicto entre Abel y Caín. Debemos considerar que las dos ciudades son dos ideas abstractas que no necesariamente coinciden con organizaciones reales: un hombre puede pertenecer a la Iglesia, pero pertenecer a la ciudad terrenal. En los momentos históricos de debilitamiento de las estructuras del Estado y el fortalecimiento de las estructuras de la Iglesia, el libro se interpretó como si Estado e Iglesia fueran dos ciudades, tal que el Estado solo puede formar parte de la ciudad de Dios si se somete a la Iglesia. El Estado debe seguir los principios de la Iglesia.