El breve periodo entre el exilio de Isabel II (1868) y el comienzo de la Restauración borbónica (1874) fue uno de los más interesantes, pero también frustrantes, de todo el siglo XIX. Los progresistas y demócratas españoles intentaron establecer en nuestro país el primer régimen democrático, pero de nuevo fracasaron. Acompañados de una conflictividad social y de la permanente inestabilidad política, intentaron consolidar el nuevo régimen, pero todos los intentos fracasaron estrepitosamente. Isabel II perdió el poder ante la alianza de progresistas, demócratas y unionistas, sellada en el Pacto de Ostende, que promovió un pronunciamiento militar con el apoyo popular. Este pronunciamiento se transformó en una revolución democrática en septiembre de 1868, iniciada en Cádiz con el alzamiento de los generales Prim y Serrano, al que se unió el almirante Topete. Difundieron el manifiesto “España con Honra”, en el que, críticos con la reina, defendían un gobierno provisional basado en el sufragio universal, con el que lograron el apoyo popular, liderado por los demócratas organizados en juntas revolucionarias en numerosas ciudades del país. Los sublevados entraron en Madrid al tiempo que la reina se exiliaba en Francia. Esta experiencia democrática se vería aniquilada debido, especialmente, a la profunda inestabilidad política provocada por la inestabilidad social y la incapacidad del sistema para integrar a los descontentos y opositores en un mismo proyecto democrático.
El Problema Político: El Enfrentamiento entre Partidos Liberales
El principal problema político fue el enfrentamiento entre los partidos liberales, que impedía la pacífica alternancia en el poder y fomentaba el fraude electoral. Moderados y unionistas gobernaron la mayoría del periodo (17 años frente a 3 de los progresistas). Los progresistas carecían de un programa político hasta que en los años 60 se lo aportaron los demócratas al apropiarse del Krausismo. Al lado de este pensamiento, otra doctrina, la federalista de Pi y Margall, cobraba fuerza. A estos problemas políticos se le unió otro nuevo: la Guerra de Cuba (1868-1878), liderada por el hacendado Carlos Manuel Céspedes. La crisis europea de los años 1866-1868 alcanzó mayor virulencia al afectar a todos los sectores y clases sociales.
Crisis Económica y Social
Se trató de una crisis financiera e industrial y, en España además, agraria y hacendística. Se originó en la constatación de que los ferrocarriles no resultaban en realidad tan rentables. Los accionistas vendieron sus acciones y vaciaron los depósitos de los bancos al exigirles la conversión del papel en dinero. Por falta de capital, quebraron las compañías de ferrocarriles, las siderúrgicas y las minas, lo que provocó paro. En España, la crisis financiera e industrial fue acompañada de otra crisis, agraria, debido a las pésimas cosechas de 1867-1868, que agudizaron la miseria de las clases populares. Para rematar la situación, la crisis hacendística impuso medidas librecambistas, desde la peseta como moneda única nacional (desde 1868) hasta la llamada “Ley de Minas”, por la que nuestras minas fueron privatizadas. El descontento fue generalizado. El mayor impedimento fue la gravísima inestabilidad política provocada por la conflictividad social, representada por las huelgas, pero sobre todo por las periódicas insurrecciones populares organizadas por los demócratas, acompañadas de sublevaciones republicanas. La más violenta fue en 1869, en Cataluña, Valencia y Andalucía. La inestabilidad política se vio intensificada aún más por la fragmentación de los partidos políticos y la interminable búsqueda de un candidato a rey.
El Gobierno Provisional y la Constitución de 1869
La alianza liberal nombró un gobierno provisional, presidido por Serrano, que desarrolló su acción entre 1868 y 1871. Con el nombramiento del gobierno provisional, la alianza liberal se rompió, privando de la adecuada estabilidad a toda la experiencia democrática y restando apoyos muy importantes para el éxito del proyecto: progresistas y unionistas acapararon todo el gobierno, excluyendo a los demócratas, que controlaban la calle a través de las juntas revolucionarias, con lo que se impuso un doble poder: el de los miembros del gobierno y el de las masas populares, ingobernables. El conflicto se resolvió cuando el gobierno pudo paralizar la revolución al incorporar a su programa parte de las reivindicaciones democráticas a condición de disolver las juntas. Los primeros, favorables a la cooperación, fueron Nicolás María Rivero o Cristino Martos. Los segundos, Francisco Pi y Margall y Estanislao Figueras, solo admitían el régimen republicano federal. El gobierno provisional convocó elecciones a Cortes Constituyentes en enero de 1869, las primeras celebradas con sufragio universal, con mayoría del centro político. La derecha, dividida entre la ultraderecha o carlistas y la derecha moderada o “alfonsinos”, estaba liderada por Cánovas del Castillo, futuro presidente del Partido Conservador. El centro, mayoritario, dominado por los progresistas, defendía la monarquía parlamentaria. La izquierda, dominada por el Partido Republicano Federal, era partidaria del cambio de régimen. En el mismo año 1869 se aprobó la nueva Constitución: se trató de la primera constitución democrática de toda nuestra historia al reconocer la plena soberanía nacional, la división de poderes y la monarquía parlamentaria, los derechos democráticos naturales e inalienables, la libertad de culto junto a la confesionalidad católica, y las Cortes democráticas, basadas en el sufragio universal. Los diputados eran elegidos directamente por los ciudadanos, mientras los senadores lo eran indirectamente a través de representantes previamente elegidos.
El Reinado de Amadeo I y la Primera República
Un nuevo rey ocupó la Regencia: el general Serrano, que durante casi dos años valoró las posibilidades de diversos candidatos hasta la aceptación del italiano Amadeo I de Saboya. Este, durante sus dos breves años de reinado, careció del adecuado respaldo, sobre todo por la fragmentación de la coalición gubernamental y la destrucción del partido progresista. Aquella fragmentación provocó tal inestabilidad política, aprovechada por la oposición alfonsina, el proletariado industrial y, sobre todo, por los republicanos intransigentes, que desde el verano de 1873 impulsaron el cantonalismo. Organizadas en Levante, Murcia y Andalucía, se trató de insurrecciones federalistas armadas por las que las clases medias y el proletariado radicalizado se alzaron contra el gobierno. El presidente de la república, Pi y Margall, intentó contener aquel levantamiento revolucionario dando un giro a la derecha y apoyándose en el ejército, pero se fueron sucediendo periódicamente varios presidentes autoritarios sin lograrlo, hasta la violenta disolución del parlamento en enero de 1874, cuando se dio el poder a un militar, el general Serrano. La experiencia republicana terminaría definitivamente con el golpe, en 1874, del general Martínez Campos en Sagunto, imponiendo la Restauración borbónica en la figura de Alfonso XII, hijo de Isabel II.
La Restauración Borbónica (1874-1931)
El pronunciamiento de Martínez Campos en 1874 supuso la restauración en nuestro país de la monarquía borbónica, representada por Alfonso XII (1875-1885), y continuada por la regencia de su mujer, María Cristina (1885-1902), hasta la mayoría de edad del futuro Alfonso XIII. La Restauración significó el periodo de mayor duración de todo el siglo XIX, caracterizado por su notable crecimiento económico, elevado desarrollo cultural y estabilidad política. Económicamente, se consolidaron las industrias siderometalúrgica y textil, junto a la modernización del sector servicios. La expansión agraria consistió en una mayor diversificación de cultivos. La minería, los sectores siderometalúrgico vasco y textil lanero y algodonero catalán experimentaron un gran auge, así como el sector servicios, tanto en los medios de transporte como en los de comunicación de masas y en el uso de la electricidad. Esta modernización fue acompañada de una espléndida creatividad cultural, representada por el Romanticismo, el Realismo, la Generación del 98 o el Modernismo, con la excepción de la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por profesores universitarios krausistas. La estabilidad política representó la nota más diferenciadora respecto del dramatismo del Sexenio, lograda por la pacificación del país, la aprobación de la nueva Constitución de 1876, el control de la oposición y de los incipientes nacionalismos y, muy especialmente, la alternancia pacífica en el poder de los dos grandes partidos, Conservador y Liberal, apoyándose en el caciquismo y el fraude electoral.
La Constitución de 1876 y el Sistema Político de Cánovas
Mientras el ejército acababa con la guerra carlista en 1876 y, temporalmente, con la Guerra de Cuba, la monarquía de Alfonso XII aprobaba la Constitución de 1876, en la que se defendía el sistema político diseñado por Cánovas del Castillo y aceptado por el rey antes del golpe de Estado de Martínez Campos, recogido en el Manifiesto de Sandhurst de 1874 como condición previa para garantizar la Restauración borbónica: un régimen monárquico muy conservador y autoritario que, inspirándose en la Constitución moderada de 1845, permitía al rey recuperar poderes ya perdidos anteriormente, al controlar, además del ejecutivo, el legislativo, además de defender la confesionalidad católica, la soberanía compartida y limitaciones de los derechos fundamentales. El nuevo régimen se basaba en la necesidad de pactar unas reglas de juego comunes que, respetadas por todos, impidieran los gravísimos enfrentamientos del periodo anterior, muy especialmente el bipartidismo y la alternancia pacífica en el poder entre el Partido Conservador y el Partido Liberal, ambos moderados, con la marginación de la oposición y de los nacionalismos. El sistema diseñado por Cánovas supuso un importante retroceso democrático. En primer lugar, el turno de cada partido era decidido por el rey sin participación popular mediante un proceso antidemocrático: en vez de elegir como presidente del gobierno al más votado, elegía al que le parecía más adecuado. La alternancia, precisamente, se produjo en 1881, cuando el rey dio la oportunidad a Sagasta, quien también ocupó la jefatura durante los primeros años de la Regencia de María Cristina (1885-1902). En segundo lugar, el Ministerio de la Gobernación elaboraba el “encasillado”, que consistía en decidir qué cargos ocuparía el partido en el gobierno y cuáles la oposición, y qué personalidades los desempeñarían. Para terminar, se procedía a la manipulación electoral para dotar a la elección de una apariencia de legalidad: una vez que la lista de candidatos llegaba a la administración provincial, se organizaba el “pucherazo” o fraude electoral para conseguir votos a favor del candidato del gobierno: compraban votos, presionaban a los electores y a los poderes locales. De este modo, se amañaban los resultados electorales para hacerlos coincidir con los candidatos designados previamente. Este sistema tan antidemocrático perduró no solo por la apatía y el desencanto provocados por la manipulación electoral, sino también por la debilidad y persecución de gran parte de la oposición y de los incipientes nacionalismos, marginados del sistema.
Oposición y Nacionalismos durante la Restauración
La derecha, representada por los carlistas, se fragmentó en una corriente moderada, católica e integrada en el sistema, y la tendencia integrista y ultraderechista, liderada por Ramón Nocedal, creador del Partido Tradicionalista, que sería expulsada del partido en 1888 y perseguida por el régimen. La izquierda la formaban progresistas, republicanos y el movimiento obrero. Los primeros, integrados en el régimen como única posibilidad de supervivencia, fracasaron en su intento golpista de 1886. Los segundos, divididos entre unitarios y federalistas, eran capaces, cuando se unían, de constituirse en mayorías electorales. El movimiento obrero se hallaba dividido en socialistas y anarquistas. Los primeros afianzaron su organización con la creación del partido (PSOE, 1879), del sindicato (UGT, 1888) y su periódico (“El Socialista”). El sindicato lo formaban todavía sociedades de oficios organizadas en federaciones nacionales e integradas por profesiones en el sindicato, desde las sociedades de oficio madrileñas en torno a la Casa del Pueblo hasta las sociedades obreras de metalúrgicos y mineros, en especial los metalúrgicos vizcaínos y los mineros del carbón asturianos. Los anarquistas, que reorganizaron en 1881 su antiguo sindicato, la FRE, en la nueva FTRE, participaron en acciones terroristas, en ocasiones a través de asociaciones secretas como la Mano Negra. La novedad más importante de la oposición la representaron los nacionalismos y los regionalismos, como reacciones frente al monolitismo centralista y a la imposición de una única cultura castellanizante. Potenciados por previos movimientos culturales del pasado histórico-cultural particulares, se fueron transformando en movimientos políticos. El nacionalismo catalán avanzó lentamente hasta la creación en 1891, por la burguesía conservadora, de la Unió Catalanista. El nacionalismo vasco fue muy tradicionalista, racista, católico intransigente y antiliberal, como su principal ideólogo, Sabino Arana, fundador del Consejo Provincial Vizcaíno, origen del futuro Partido Nacionalista Vasco en 1894. El galleguismo, el valencianismo y el andalucismo adquirieron mucha menos importancia, siendo todos movimientos minoritarios antes de la Guerra Civil.