Dependiente de Damasco (711-756)
(Ver concepto “Emirato de Córdoba”). Tras la conquista, el territorio ibérico pasó a formar parte del imperio islámico y comenzó casi de inmediato a organizarse como provincia, dirigida desde 715 por gobernadores (wali), designados por el califato Omeya de Damasco.
Muy pronto comenzaron los problemas internos entre los conquistadores, surgidos del reparto de tierras y reflejados en los enfrentamientos entre árabes (instalados en los fértiles valles del Guadalquivir y el Ebro) y bereberes (en el norte peninsular, las tierras más pobres, donde se dedicarían al pastoreo). En 740 se produjo una rebelión bereber en el norte de África, que se extendió a la península Ibérica en 741. Un ejército sirio enviado por el califa de Damasco aplastó la rebelión y, a continuación, se instaló en el sur de la Península de forma definitiva, donde rivalizarían con los árabes conquistadores (denominados baladíes).
Los derrotados bereberes abandonaron las tierras del norte (instalándose en las regiones centrales de la Meseta y Levante), lo que favoreció la incipiente gestación de los núcleos cristianos.
Emirato Independiente (756-929)
(Ver concepto “Emirato de Córdoba”). En 750 se produjo el fin del Califato Omeya, proclamándose el Califato Abbasí de Bagdad, tras la masacre de la familia Omeya. Uno de cuyos miembros, ‘Abd al-Rahman, logró huir y llegar hasta al-Ándalus. Establecido en Córdoba, y con el apoyo de los sirios establecidos en la zona meridional y algunos árabes, se hizo con el poder y se proclamó emir independiente como ‘Abd al-Rahman I (756-788). El omeya gobernará en completa independencia de sus enemigos abbasíes, lo mismo que sus descendientes hasta 1031. La única amenaza externa a la que el emir hubo de hacer frente fue el ataque que en 778 Carlomagno emprendió, sin éxito, contra Zaragoza. Córdoba quedó establecida como capital del emirato, y la familia Omeya conservará el poder hasta el siglo XI.
En este periodo se produjo la consolidación del Estado andalusí y el afianzamiento de la autoridad del emir, gracias a la creación de un ejército permanente de mercenarios y a la recaudación de impuestos.
También se profundizó en la islamización de la sociedad andalusí, una sociedad heterogénea y compleja que protagonizó frecuentes levantamientos y sublevaciones contra el poder emiral y la presión fiscal:
- Revueltas fronterizas en el valle del Ebro (con la independencia de facto de la frontera superior bajo dominio de los Banu Qasi).
- Toledo y Mérida.
- La revuelta del arrabal de Córdoba de 818 (levantamiento popular del arrabal de Secunda en contra de los diezmos sobre el cereal).
- El movimiento cristiano de los mártires voluntarios en Córdoba (que acabó con la ejecución en 859 de Eulogio de Córdoba).
- La revuelta de Ibn Hafsun (iniciada en 878-880).
A los problemas internos se unirá, a partir de mediados del siglo IX, el peligro de las incursiones normandas (ataque de Lisboa, saqueo de Sevilla), haciendo necesaria una mayor protección del litoral.
Califato de Córdoba (929-1031)
La crisis del Emirato a inicios del siglo X concluyó con el acceso al poder de ‘Abd al-Rahman III (912-961, ver concepto “Abderramán III”), que redujo a todos los caudillos territoriales que desafiaban su autoridad gracias a largas y trabajosas campañas que tuvieron como resultado el sometimiento de todos los rebeldes. El fin de las revueltas supuso la homogenización plena del territorio y la población, porque será durante el califato cuando se alcance una sociedad ya totalmente islamizada y arabizada. En 929 ‘Abd al-Rahman III adoptó el título de califa, inaugurando la más próspera etapa de la historia andalusí. Dicho título le convertía en la máxima autoridad religiosa en al-Ándalus y certificaba su independencia total frente a los abbasíes. Como símbolo de su poder mandó construir en las cercanías de Córdoba la ciudad palatina de Madinat al-Zahra (Medina Azahara).
Tras la pacificación de al-Ándalus, el nuevo califa impuso su autoridad en toda la Península: a partir de 950 estableció su predominio absoluto en el territorio ibérico, combinando ofensivas militares contra el norte cristiano y diplomacia. Inició además una expansión hacia el norte de África, anexionándose Tánger y plazas como Ceuta. El califa recibió embajadores del Imperio germánico, del Imperio bizantino y del norte de África. Córdoba alcanzó su máximo esplendor, convertida en la ciudad más importante de Occidente. La corte cordobesa se convirtió en un gran centro cultural, que alcanzó su cenit con Al-Hakam II (961-976).
La figura del último califa, Hisham II (976-1013), quedó eclipsada por la de su hayib (especie de primer ministro), Al-Mansur (Almanzor), que ejerció el poder efectivo. Lanzó más de cincuenta expediciones contra el norte cristiano, aprovechando el contexto de inestabilidad de esos reinos, con saqueo y conquista. Los episodios más destacados fueron la toma de Barcelona en 985 y el saqueo de Compostela en 997. La muerte le llegó durante una de estas expediciones de castigo (1002).
De forma inmediata el hijo de Al-Mansur, ‘Abd al-Malik, fue nombrado hayib, pero murió asesinado poco después, en 1008. Otro de los hijos de Al-Mansur, ‘Abd al-Rahman (conocido como Sanchuelo), obtuvo del califa el nombramiento para sucederle, pero la crisis estalló en el Califato, al oponerse las élites cordobesas a la instalación de esta familia en el poder de forma permanente. Sanchuelo fue finalmente asesinado en 1009, y durante dos décadas las luchas internas por el poder provocaron la ruptura del Califato, desaparecido definitivamente en 1031, al ser depuesto el último califa, Hisham III.
La ruptura del Califato: los reinos de Taifas (1031-1086)
(Ver concepto “Taifas”). Tras 1031 desapareció la autoridad califal, y casi una treintena de pequeños reinos aparecieron en al-Ándalus. Según el origen de las dinastías, se formaron taifas eslavas (en zonas de Levante y Badajoz, fundadas por esclavos de origen europeo), taifas bereberes (las conformadas por los jefes del ejército estipendiario del Califato, como las de Granada o Málaga) y taifas andalusíes (de los descendientes de la población muladí, y de los árabes y bereberes llegados desde el siglo VIII y ya homogeneizados como andalusíes). Estas últimas se situaban en las zonas fronterizas (Zaragoza, Toledo), en zonas de transición entre la frontera y el Levante, en el suroeste, y en Sevilla y Córdoba. Las dinastías andalusíes lograron desplazar a los primeros poderes eslavos de todas sus taifas (excepto Denia) y a los primeros poderes bereberes (a excepción de Granada y Málaga).
Los reinos de Taifas destacaron por su riqueza y su esplendor cultural, pero carecieron de fuerza militar, por lo que debieron recurrir a los reinos cristianos para su protección o ayuda militar, a cambio de un tributo, las parias, lo que les supeditó a un pago cada vez más oneroso y al alza de impuestos entre sus súbditos. El sistema se inició con el leonés Fernando I (1035-1065), que exigió vasallaje y parias (tributo a cambio de su protección y auxilio) a Toledo, Zaragoza, Badajoz y Sevilla. Su sucesor Alfonso VI incrementó la presión sobre los taifas tributarios y acabó tomando Toledo en 1085. Todo ello indicaba que el equilibrio de fuerzas en la Península había sido desplazado desde al-Ándalus a los reinos cristianos; el mundo musulmán perdió definitivamente su hegemonía. La desunión y rivalidad entre los distintos reinos de Taifas favoreció el primer gran avance territorial cristiano hacia el sur. Por ello, ante las exigencias cada vez mayores del leonés Alfonso VI (ver concepto “Alfonso VI”), y la caída de Toledo, varios de ellos decidieron unirse para recurrir al fundador del Imperio almorávide, Yusuf ben Tasufin.
Dominio almorávide (1086-1145)
Los almorávides, musulmanes ultraortodoxos, que dominaban un imperio en el norte de África, desembarcaron en Algeciras en 1086, en respuesta a la llamada de los reyes de Taifas. Ese mismo año Yusuf ben Tasufin derrotó a Alfonso VI de León en Zallaqa o Sagrajas (Badajoz). Los almorávides iniciaron la ocupación del territorio andalusí, logrando la reunificación bajo su dominio, como una provincia de su imperio.
El entusiasmo inicial de los andalusíes por los almorávides y su ortodoxia política y fiscal facilitó en parte su conquista. Pero poco después se vieron las debilidades del nuevo poder, cuando Alfonso I El Batallador conquistó Zaragoza (1118). Por otra parte, los almorávides comenzaron a relajar su ortodoxia inicial y aumentaron la presión fiscal. Al declinar el poder de los almorávides y tener estos que reducir sus efectivos militares en al-Ándalus por necesitarlos en el Magreb, los andalusíes empezaron a alzarse contra las autoridades. Las revueltas se extendieron, de manera que hacia 1145 se inició un nuevo periodo de fragmentación que desembocó en las Segundas Taifas (1145-1147).
Dominio almohade (1147-1228)
La segunda gran fragmentación del mundo andalusí será muy breve: en 1147 se produjo la llegada a la Península de los almohades, que habían desplazado a los almorávides en el norte de África. Desde allí pasaron a al-Ándalus, rápida y violentamente ocupado.
A pesar de la victoria sobre los cristianos en Alarcos en 1195, a principios del siglo XIII el Imperio almohade entró en crisis y decadencia, no pudiendo frenar el avance territorial cristiano y el levantamiento de los andalusíes. Reflejo de ello fue la derrota de 1212 frente a los cristianos en las Navas de Tolosa (ver concepto “Batalla de las Navas de Tolosa”). A partir de 1220 se sucedieron los avances cristianos en la península Ibérica y levantamientos en el Magreb.
En 1228 ya no existía un poder central almohade y se volvió a la fragmentación territorial, en lo que se ha llamado las Terceras Taifas (1228-1238). Este momento fue aprovechado por Fernando III de León y Castilla (ver concepto “Fernando III el Santo”), para realizar un espectacular avance territorial, arrebatando al control musulmán puntos tan emblemáticos como Córdoba, Jaén o Sevilla. Al mismo tiempo, Jaime I de Aragón (ver concepto “Jaime I de Aragón”) se hizo con Mallorca, Menorca, Ibiza y Valencia. Consecuencia del avance cristiano durante estas terceras taifas fue la reducción de al-Ándalus al reino de Granada.
Reino nazarí de Granada (1232-1492)
De la quiebra del Imperio almohade resulta una única taifa superviviente: la de Granada, cuyo soberano Muhammad I, del linaje de los Nasríes (nazaríes), sería reconocido por Fernando III de León y Castilla como su vasallo. El reino nazarí intentó a partir de este momento frenar el avance cristiano a través de ese vasallaje y de una activa política internacional, que incluyó la intervención de los benimerines norteafricanos en la llamada guerra del Estrecho de 1275-1350.
A pesar de un constante estado de guerra civil, la vida del reino se prolongó durante más de 250 años, bajo la dinastía nazarí. Territorialmente, el reino de Granada comprendía las antiguas kuras de Elvira (Granada), Rayya (Málaga) y Pechina (Almería). A la población de la zona se unieron los andalusíes expulsados de Jaén, Córdoba, Sevilla y Levante. Reducidas a áreas urbanas, existieron también pequeñas comunidades judías y colonias cristianas, especialmente de comerciantes. Pero la citada inestabilidad interna fue fundamental para la desaparición del reino nazarí. Cuando los Reyes Católicos decidieron su conquista no tuvieron más que fomentar las discordias internas. Con la capitulación, los granadinos pudieron conservar, como mudéjares, vidas y haciendas, y su fe por poco tiempo: en unos años se decretó su conversión o exilio, pasando a denominarse moriscos.
Se llegó así al fin de la historia política de al-Ándalus.