A finales de los años cuarenta, con el estreno de Historia de una escalera (1949), de Antonio Buero Vallejo, se produce una inflexión en el curso del teatro de posguerra que rompe con la línea de evasión común hasta entonces. Se deriva hacia preocupaciones más humanas, sociales y políticas.
Otros datos confirman esta nueva tendencia: en 1950 se estrena En la ardiente oscuridad, primera obra de Buero (que no fue estrenada en su momento). Se representa, además, en Madrid, La muerte de un viajante, de Arthur Miller. En 1953, el Teatro Popular Universitario estrena Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre.
Esta ruptura con la línea anterior plantea la polémica: se habla de **posibilismo** e **imposibilismo**. El iniciador del debate es Alfonso Paso, acusado de venderse al teatro comercial. Afirmó que, en sus obras, intentaba alternar la crítica con la frivolidad (más admitida por el público) como forma de luchar contra el sistema desde dentro. Esta idea está en la base del **posibilismo**: hacer un teatro moderadamente crítico que pueda estrenarse y que llegue al público. Alfonso Sastre le replicó y, de paso, incluyó a Antonio Buero Vallejo en la polémica. Para Sastre no hay un teatro imposible, sino momentáneamente imposibilitado. El autor debe escribir lo que piensa y siente, sin limitaciones, aunque ello implique que sus obras sean censuradas. Buero apostó por un teatro lo más arriesgado posible, pero no temerario, y criticó que Sastre hiciera un teatro imposible para contar con el mayor número de prohibiciones oficiales.
El teatro de Buero Vallejo presenta un marcado carácter ético. Sus obras se basan en la negación de la existencia de un destino ciego y caprichoso: todo tiene su causa y, por tanto, su remedio. Es un teatro con frecuencia ambiguo que invita a la reflexión y que consigue aunar pureza, crítica y éxito popular. Su producción tiene un matiz trágico que no se había cultivado entre los dramaturgos españoles desde Federico García Lorca. Por último, otro de los grandes rasgos del teatro de Buero es la **dialéctica** entre **contemplación** y **acción**.
Se suele dividir la obra de Buero en tres etapas:
■ Primera época. Teatro en esencia tradicional, respetuoso con alguna o todas las unidades dramáticas. Se la ha calificado de **realismo simbólico**, de origen ibseniano. En su primera obra, En la ardiente oscuridad (1946, estrenada en 1950), aparece la ceguera como símbolo de las limitaciones humanas, bien sea por su propia condición existencial o por las circunstancias sociales; también se observa la preocupación de Buero por las taras físicas. La pregunta que nos plantea el dramaturgo es: ¿debemos conformarnos con nuestras limitaciones e intentar ser felices con ellas o rebelarnos, aunque seamos conscientes de que es imposible el remedio? Se observan igualmente técnicas modernas en el tratamiento del espacio escénico (Historia de una escalera) o de la luminotecnia (En la ardiente oscuridad).
Segunda época. Teatro histórico, con un tema central: el destino del pueblo en una sociedad injusta. Se vuelve a insistir en la faceta social del ser humano. Destacan Un soñador para el pueblo (1958), obra centrada en Esquilache, y Las Meninas (1960), inspirada en Velázquez. Uno de los personajes de Un soñador para el pueblo pronuncia una frase que ilustra la intencionalidad del teatro histórico: Se cuentan las cosas como si ya hubiesen ocurrido, y así se soportan mejor. Como obra de transición a la siguiente etapa se cita El tragaluz, composición dramática con rasgos del teatro épico (aparecen narradores que sirven de intermediarios entre la historia y los espectadores).
Tercera época o la inmersión. Desaparecen los intermediarios. El espectador observa la historia desde el punto de vista de un personaje. Encontramos en esta etapa obras como El sueño de la razón (1970) o La Fundación (1974), una de sus composiciones dramáticas más reconocidas.
En Historia de una escalera se escenifica la vida de unos vecinos de escalera, cuatro familias, cuyos destinos se entrecruzan. El paso del tiempo y la constante presencia de los personajes en un mismo lugar (la escalera) dan lugar a una concepción de la vida un tanto asfixiante. Generación tras generación se repiten las mismas costumbres y las mismas necesidades, con lo que se perpetúan los defectos y los errores de sus habitantes. La única esperanza posible reside en los jóvenes, aunque ya el autor nos da a entender que no va a ser así.
La escalera se convertirá, además, en un reflejo de la propia sociedad española.
En el primer acto, Fernando le promete a Carmina un futuro mejor lejos de la pobreza que padecen. Pero sus promesas de felicidad se sustentan en el trabajo y la superación, algo que no acaba ocurriendo.
El segundo acto sitúa la escena diez años más tarde sin que nada haya variado en aquella escalera. Sorprende especialmente al receptor que Fernando se haya casado con Elvira. Carmina, por su parte, asume su vida de soltera junto a su madre.
El tercer acto sucede veinte años más tarde. Algunos inquilinos nuevos han llegado y surgen conflictos con los anteriores. La escena final —a la que pertenece el fragmento que analizamos— se repite la secuencia que daba fin al primer acto, pero ahora con la intervención de los hijos respectivos de Fernando y Carmina. La secuencia es idéntica a la vivida por sus padres tiempo atrás, con las mismas promesas y proyectos. Los padres, perplejos por la similitud de acciones y después de su fracaso existencial, contemplan en silencio a sus hijos.
El desenlace de la obra se produce como consecuencia de un duro enfrentamiento entre dos matrimonios (Carmina-Urbano y Elvira-Fernando) encontrados años atrás por sus frustrados amores y que se niegan ahora a aceptar el amor entre sus respectivos hijos. Pese a la oposición familiar, Fernando hijo y Carmina hija deciden que su relación amorosa prospere y les permita salir de allí dejando atrás las frustraciones y los rencores heredados.
A pesar de que el eje argumental de la obra se sostenga a partir de un fracaso amoroso y sentimental, en el fondo nos hallamos ante un cúmulo de temas de gran profundidad.
Buero nos ofrece la vida de personajes marcados por la desilusión, la frustración y el fracaso existencial. La imposibilidad de abandonar la pobreza y la miseria marca por completo sus historias. Todos mantienen un sueño idealista de conseguir un mundo mejor fuera de allí, pero la realidad se muestra tan perseverante que acaba derrotándolos.
Pese al planteamiento pesimista de la obra, en esta escena final, Buero deja en el aire la posibilidad de que los jóvenes puedan superar todos los determinismos heredados de sus padres. Los sueños de los hijos abren la puerta de una ilusión que precisa el esfuerzo y la valentía suficientes que les permitan vencer los errores de sus antecesores. En esta escena asistimos a un final abierto donde se nos muestra una visión conflictiva de la existencia humana.
Personaje A lo largo de esta escalera desfila un nutrido número de personajes que nos ofrecerán un retrato social de la época. Contemplados en su globalidad, podrían ser considerados como un personaje colectivo, dadas las afinidades que poseen entre sí: todos viven la pobreza, sufren los impedimentos de poder ascender profesional y socialmente, poseen defectos físicos y morales y sus vidas están marcadas por un destino complejo. Aun así, Buero los individualiza y les otorga una marcada complejidad psicológica: crea familias, relaciones matrimoniales y familiares, lazos sentimentales y relaciones conflictivas entre ellos.
Además, la escalera se convierte en un modo de contemplar la realidad: la vida de los demás. Sirva como ejemplo la acotación final en la que Fernando y Carmina observan respectivamente a sus hijos mientras se abrazan.
Lejos de cualquier maniqueísmo, los personajes se pueden clasificar en dos grupos: aquellos que, movidos por su egoísmo (Fernando), buscan su propio beneficio (activos) y aquellos otros (Carmina) que pasivamente anhelan una esperanza y un mundo mejor (contemplativos).
En esta escena intervienen los siguientes personajes:
Manolín: En este caso, se trata de un personaje aludido. Poco antes presencia la riña entre ambas familias como consecuencia de las relaciones amorosas entre su hermano Fernando y Carmina hija. Es un niño de doce años un tanto mimado que suele pelearse con su hermano mayor.
Fernando hijo: Es el hijo de Elvira y de Fernando. Con este último existen numerosos paralelismos: es apuesto, vago e idealista. Al igual que su padre, utiliza el discurso sobre un futuro mejor. En esta escena se muestra sensible, apasionado y valiente, pues se enfrenta a la negativa de ambas familias y ama a Carmina. Queda en el aire si su vida es idéntica a la de su padre o si, en cambio, es capaz de superar con su esfuerzo las limitaciones que el destino le ha impuesto.
Carmina hija: Es hija del matrimonio entre Urbano y Carmina. Se nos describe con un carácter muy semejante al de su propia madre. Recordemos el modo como acaba el primer acto. Se siente enamorada de Fernando y feliz de que él también le corresponda con su amor.
Fernando y Carmina: Tras la pelea entre ambas familias, contemplan desde el silencio de la escalera la escena en que sus hijos se abrazan y se plantean emprender una vida mejor. Ellos nostálgicamente entrecruzan sus miradas y recuerdan sus propias vidas: Los padres se miran y vuelven a observarlos. Se miran de nuevo, largamente. Sus miradas, cargadas de una infinita melancolía, se cruzan sobre el hueco de la escalera sin rozar el grupo ilusionado de los hijos.
No olvidemos que Fernando renunció a Carmina por un amor de conveniencia con Elvira, mientras que Carmina se casó sin amor con Urbano. En ambos casos, su elección fue equivocada y, por lo tanto, comparten la frustración de no haber alcanzado sus sueños juveniles.
Aunque en el texto no se nos ofrecen datos precisos, podemos deducir que la acción dramática se desarrolla en una gran ciudad española de posguerra. La selección de un espacio de este tipo va en consonancia con su deseo de dotar al texto de realismo.
En concreto, se selecciona una escalera en donde confluyen cuatro pisos y por donde conoceremos las vidas de tres generaciones. Dicho lugar se constituye en el vértice de dos mundos diferentes de los que apenas conocemos nada: uno exterior (la calle) y otro interior (las viviendas).
La escalera representa simbólicamente lo inalterable, el destino miserable que, a pesar de los años, nunca cambia. Del mismo modo, la escalera simboliza la imposibilidad tanto de evadirse de este espacio cerrado como de mejorar socialmente.
En este sentido, la crítica ha querido relacionar metafóricamente dicho lugar con la miseria económica y social de la España de posguerra. La escalera sería España y los inquilinos los españoles.
La disposición temporal de los hechos representados es lineal, si bien son constantes las alusiones tanto al pasado como al futuro. Como sabemos, cada acto nos muestra cronológicamente a tres generaciones distintas de varias familias. Entre el primer acto y el segundo asistimos a una elipsis temporal de diez años; mientras que hasta el desenlace han transcurrido otros veinte. En estos casos, el espectador ha de reconstruir lo sucedido (cambios, contradicciones, deseos frustrados…), además de establecer las oportunas relaciones. En esta escena, por ejemplo, el paralelismo que se establece con la escena final del primer acto resulta evidente. Pero la fragmentación temporal de la obra no impide que esta sea percibida en su globalidad como algo continuo y, a la vez, unitario.
Por otra parte, los hechos dramatizados en esta escena se sitúan en la década de los años 40 del siglo pasado, esto es, poco después de la Guerra Civil y en mitad de la crisis socioeconómica de la posguerra. Ello implica que el escritor buscaba en la inmediatez —recordemos que fue publicada en 1949— la objetividad y el realismo necesarios.
El paso del tiempo justifica, igualmente, la estructura de la obra, ya que cada generación es tratada de modo más intenso en cada acto.
Buero se vale aquí del orden clásico: cada acto se corresponde con el planteamiento, desarrollo y desenlace.
En esta última escena confluyen las historias de todos: sus defectos, sus errores, sus esperanzas frustradas, sus rencores… El desenlace abierto se convierte en una forma de reflexión que implicará al propio receptor. Este se interrogará por su propio tiempo y destino, mirará atrás y adelante.
Historia de una escalera es una tragedia que pretende reflexionar sobre el destino de los personajes con la intención de que el espectador experimente e interiorice el mensaje transmitido.
Técnicamente, Buero Vallejo es un dramaturgo que concede un gran valor a las acotaciones. Obviamente, en ellas podemos hallar la información escénica necesaria para su adecuada representación. En este sentido, podemos afirmar que se trata, dados sus conocimientos, de un escritor muy conocedor de los aspectos escenográficos y que facilita enormemente la labor del director de escena.
Gracias a sus acotaciones se nos da información de movimientos (Carmina, la madre, sale de su casa), gestos (Su marido la mira violento), sonidos (cierra la puerta sin ruido), marcas espacio-temporales (sale con mucho sigilo de su casa y cierra la puerta)… Al mismo tiempo, maneja hábilmente la caracterización de los personajes, tanto física como psicológicamente (baja tembloroso la escalera; fija su vista, con ansiedad, en la esquina del “casinillo”). En estas acotaciones retrata con agudeza y a veces con evidente subjetividad la interioridad moral de los personajes.
Sin olvidar su intención realista, el lenguaje utilizado en sus diálogos se caracteriza por la tendencia al registro coloquial (familiar) y, en ocasiones, vulgar. En este caso, además de la fluidez en el intercambio de mensajes, destaca el apasionamiento y emotividad de las intervenciones, especialmente las de Fernando, más extensas y elaboradas. Las de Carmina, en cambio, son mucho más breves. En ellas destaca la modalidad exclamativa como lógica consecuencia de la tensión dramática (¡Fernando! ¡Qué felicidad!… ¡Qué felicidad!).
En los diálogos de Fernando hallamos un discurso de gran expresividad, y destacan el léxico valorativo (Ellos son viejos y torpes), las modalidades exclamativa y exhortativa (dime que sí) y las repeticiones de palabras (Tienes que…, vencer, haré, felicidad).
Buero, aunque suele huir del lenguaje retórico, incorpora en escasas ocasiones algunos recursos formales, aunque también resultan habituales en la lengua común: este nido de rencores y de brutalidad (metáfora), mi adorada mujercita (epíteto)…
Merece destacarse especialmente la utilización de códigos no verbales. Pensemos que el paso de los años ha de reflejarse en la caracterización física de Fernando y Carmina (canas, arrugas, vestimenta humilde…). La disposición de los personajes en el espacio es igualmente llamativa. Por un lado, los padres ocupan una posición más elevada, lo que les confiere una cierta superioridad. Por otro, los hijos están juntos, unidos en un abrazo. Ello implica unidad y fuerza ante las dificultades que están atravesando.
El autor intencionadamente nos presenta el devenir de varias familias a través del tiempo. Con la elección de un final abierto, Buero pretende que el receptor reflexione y se implique en el tema que plantea: la inmovilidad de las personas ante un sistema que no permite progresar al individuo. El hecho de que el desenlace se quede sin resolver implica que dicho asunto sea percibido por el propio autor de forma conflictiva. Aunque en apariencia no se decanta por una solución concreta, podemos advertir en sus palabras un cierto trasfondo pesimista. Que se vuelva a repetir la escena final parece querer comunicarnos que los personajes más jóvenes están abocados a un idéntico destino. Es tan solo una apreciación tan subjetiva como intencionada. Del mismo modo, se podría afirmar que la ilusión que derrochan Carmina y Fernando, así como sus deseos de prosperar y de superar los errores que atenazaron a sus padres, confieren a la obra una dimensión tan positiva como esperanzada.