La Crisis del Bajo Imperio Romano
El Bajo Imperio Romano padeció una profunda crisis, amenazado tanto desde el exterior por los pueblos bárbaros como desde el interior por la crisis económica y política, el desasosiego social y la anarquía militar. El intervencionismo del Estado se incrementó, y los ciudadanos pasaron a ser considerados súbditos de un soberano divinizado. En el mismo año en que Agustín fue nombrado obispo de Hipona, Teodosio dividió el Imperio entre sus hijos Honorio (Occidente) y Arcadio (Oriente). Tras la muerte del filósofo, los vándalos invadieron Tagaste.
Ambas partes del Imperio, la occidental y la oriental, compartían un sistema político y administrativo, pero existía una discordia permanente entre ellas, y las condiciones de vida no eran comparables. Aunque había una tendencia a dividir el Imperio para gobernarlo mejor, nunca desaparecieron los deseos de unificar el poder, lo que ocasionaba levantamientos militares apoyados por la otra parte del Imperio.
Debilitamiento Militar y Crisis Social
El ejército ordinario apenas podía guarnecer las fronteras en tiempos de paz. Si un punto era atacado, solo podía ser reforzado con tropas que defendían otra zona de la frontera. Para solucionar esto, se incorporaron tropas bárbaras al ejército, lo que llevó a la adopción paulatina de sus tácticas. Como consecuencia, la infantería perdió importancia frente a la caballería, constituida por tropas extranjeras. Además, los bárbaros tenían tendencia a desertar para unirse a las fuerzas invasoras.
Los altos impuestos necesarios para mantener el ejército y la administración arruinaron a los campesinos, quienes, aterrorizados por las incursiones bárbaras, se refugiaban tras los muros de las ciudades o se dedicaban al bandidaje. A su vez, los habitantes de las ciudades, ante la presión fiscal, huían al campo o a tierras ocupadas por los bárbaros. La vida en las ciudades estaba profundamente alterada. En el campo, los únicos puntos estables eran las grandes fincas, que funcionaban como economías autónomas de tipo feudal y a las que interesaba la debilidad del Estado.
La Ciudad de Dios: Respuesta de San Agustín a la Crisis
A partir de 410, con la toma de Roma por Alarico, los paganos acusaron al cristianismo de ser el responsable de la ruina del Imperio, argumentando que los cristianos se retiraban de los asuntos públicos y eran pacifistas. Los mismos cristianos se sintieron abrumados: si Roma se hundía, ¿arrastraría consigo a la Iglesia?
Agustín se vio obligado a responder e infundir ánimos. Entre 413 y 426, escribió La ciudad de Dios, una obra que él mismo consideró monumental, enciclopédica y desordenada. En ella, se explica el sentido de la Historia, desde la creación del mundo hasta el Juicio final. Es una historia lineal, no circular (en contra de la concepción griega, especialmente de los estoicos), dividida en seis edades, correspondientes a los seis días bíblicos de la creación del mundo.
La Tesis de las Dos Ciudades
La tesis principal es que, desde la venida de Cristo, se vive en la última edad, pero que su duración solo Dios la conoce. No hay por qué pensar que se acerca el fin del mundo. El Imperio romano no es nada definitivo ni último. El marco de la Historia es mucho más amplio: es la lucha de dos ciudades que existen desde los tiempos de Caín y Abel y que, por tanto, no coinciden con Roma y la Iglesia: la ciudad de los justos y predestinados, y la ciudad de los pecadores y reprobados por Dios. Precisamente el amor permite dividir a la Humanidad en dos ciudades:
Dos amores fundaron dos ciudades. El amor propio hasta el desprecio de Dios fundó la ciudad terrena. Y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo fundó la ciudad celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios. Porque aquélla busca la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria a Dios (La ciudad de Dios IV, 28).
Ambas ciudades subsisten mezcladas hasta que, al final, se produzca la separación definitiva y el triunfo de la Ciudad de Dios. Roma se tambalea no por culpa de los cristianos, sino por las miserias del paganismo. Pero no arrastrará consigo sino sus propios pecados. El triunfo de la Ciudad de Dios está asegurado.
El Cristianismo y el Imperio
El cristianismo poseía una fuerte carga revolucionaria: oponía el Reino de Dios al reino del César, y en el Apocalipsis, la Jerusalén celestial se contrapone a Babilonia, que no es sino la misma Roma. El Imperio representaba el ideal de un mundo cerrado en el que la divinidad formaba, en cierto modo, parte de la comunidad política. Virgilio liga la fundación de Roma a los mismos dioses. La concepción cristiana, con su obstinada voluntad de proclamar la trascendencia de Dios, arruinaba este universo cerrado sobre sí mismo. Además, el cristianismo se considera depositario único de la verdad. Los cristianos resultaban extraños ideológicamente para los romanos, lo que explica en parte las persecuciones del Imperio hacia el cristianismo. Roma toleró los cultos de los pueblos conquistados siempre que no intentaran hacer prosélitos entre los ciudadanos romanos. El cristianismo se extendía rápidamente, y no solo entre las clases bajas. No era el credo tradicional de un pueblo conquistado, como ocurría en el caso del judaísmo. No estaba claro si debían ser tolerados o perseguidos. Si no eran absorbidos o destruidos, podían crear un estado dentro del estado. Constantino no convirtió el cristianismo en religión estatal, pero sí otorgó un grado de tolerancia a las iglesias que hasta entonces había sido impensable, y el Imperio, de manera inesperada, comenzó a convertirse para muchos cristianos no en un lugar de paso, sino en algo que se contemplaba como propio.
San Agustín: Filosofía y Teología
Los cristianos usaron la filosofía para esclarecer la fe, fijando el dogma en la lucha contra las herejías, y para justificar la fe en un mundo hostil. San Agustín es una figura central en ambos aspectos, y su influencia es extraordinaria durante toda la Edad Media. Su obra supone la primera gran síntesis entre el cristianismo y la filosofía platónica. Aunque inspirado por la fe, el pensamiento de San Agustín dominará el panorama filosófico cristiano hasta la aparición de la filosofía tomista, ejerciendo un influjo considerable en la práctica totalidad de pensadores cristianos durante siglos.
La ética de Jesús incluía mandatos tan extremos como el de amar al enemigo, perdonar a los que nos han causado ofensas u orar por los que nos injurian. Todos los teólogos hasta inicios del siglo IV no solo condenaron la guerra, sino que manifestaron que ningún cristiano podía servir en el ejército, ni siquiera en tiempo de paz. Se condenaba de la misma manera que un cristiano se dedicara a la prostitución, al tráfico de esclavos o a servir en el ejército. Semejante posición se vio regada con sangre. Mártires como Julio, un antiguo centurión, o Maximiliano prefirieron morir a servir en las filas del ejército.
Agustín de Hipona fue uno de los primeros teólogos que intentó conciliar las enseñanzas de Jesús con la defensa de un imperio que en buena medida era cristiano y que intentaba sobrevivir al asalto de bárbaros. Admitía el pacifismo privado (todos debemos perdonar a los que nos ofenden y orar por nuestros enemigos), aceptaba el pacifismo total de unos pocos (los monjes llamados a seguir el camino de perfección, por ejemplo), pero indicaba que el Imperio no podía incorporar ese punto de vista como política pública y que su defensa era lícita. Aún más, los cristianos debían contribuir a ella como buenos ciudadanos.