El pensamiento cartesiano: La duda metódica y la existencia de Dios

La duda metódica

Descartes afirma que poseemos las ideas innatas de alma y Dios, obtenidas por la pura acción de la razón o entendimiento. Es inútil pretender alcanzarlas por medio de los sentidos, pues estos solo nos informan de la realidad material, y eso de un modo dudoso. La imaginación y los sentidos no nos ofrecen una idea clara y distinta, es decir, evidente. Es, pues, la razón la única facultad humana que puede llevarnos a un conocimiento seguro. Es preciso rechazar como falsas todas las afirmaciones no obtenidas deductivamente a partir de una primera verdad evidente.

Lo primero es rechazar todo el saber aceptado hasta ahora y considerar provisionalmente como falso todo aquello sobre lo cual es posible albergar duda. Este procedimiento se aplicará sistemáticamente a todas las creencias. Se debe dudar, en primer lugar, de los conocimientos sensibles, por ser los sentidos humanos engañosos. También es posible dudar de nuestros razonamientos, ya que a veces nos equivocamos, incluso en las cuestiones más sencillas. Finalmente, es posible dudar de la realidad del mundo que nos rodea.

Descartes supone la existencia, no de un Dios bueno y veraz, sino de un genio maligno que, con su enorme poder, hace posible que cada vez que creamos estar razonando correctamente, en realidad nos estemos engañando. Así, la duda se hace exagerada o hiperbólica y, al afectar a todo, se convierte en absolutamente universal.

El Cogito

En el carácter radical de la duda cartesiana se presenta una primera certeza. Del mismo acto de dudar (que es una forma de pensar) surge algo que resiste toda duda: el hecho de que estoy dudando, es decir, pensando. La afirmación “Pienso, luego soy” (“Cogito, ergo sum”) se presenta como la primera certeza, capaz de resistir a todo posible motivo de duda. “Pienso, luego soy” es el punto de apoyo firme e inmóvil que le servirá para fundamentar toda la filosofía y le servirá de paradigma de toda certeza al ser una verdad clara y distinta. De todo ello se sigue que mi existencia es verdadera por el hecho de que estoy pensando, pero, respecto a mi propio cuerpo y al resto de las cosas, ninguna prueba tengo aún de su existencia.

El problema es que la existencia indudable del yo no parece implicar la de ninguna otra realidad.

La existencia de Dios

Descartes necesita iniciar un recorrido que le conduzca a la existencia de Dios, pues solo él podrá echar abajo el más grave motivo de duda: la suposición de un genio maligno. Si analizamos cualquier pensamiento, por ejemplo, que el mundo existe, descubrimos tres elementos: el yo que lo piensa, cuya existencia es indudable; el mundo como realidad exterior, cuya existencia es dudosa; y las ideas de mundo y de existencia que indudablemente poseo.

Según Descartes, pueden distinguirse dos aspectos de las ideas: las ideas en cuanto actos mentales y las ideas en cuanto poseen un contenido objetivo o representan algo. Ninguna de estas clases de ideas puede servirnos como punto de partida para la demostración de la existencia de una realidad extramental. Las primeras, porque parecen provenir del exterior, cuya existencia es problemática; las segundas, porque pueden ser arbitrariamente construidas por el pensamiento.

Ideas innatas

Son aquellas que, no procediendo de fuera de mí ni siendo construidas por mí, tienen que formar parte de la naturaleza del propio pensamiento y nacer con él. Son pocas, pero son las más importantes. Así, por ejemplo, las ideas de “pensamiento” o “existencia” ni provienen del exterior ni son construidas por mí, sino que me las encuentro en la intuición misma del “cógito”.

Así pues, frente a aquellos que sostienen que nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en el sentido, Descartes sostiene la existencia de las ideas innatas. Entre estas, las únicas de las que puede poseer evidencia se encuentran las ideas de perfección e infinitud (que él atribuye a Dios). Esta idea requiere una causa real que la explique: no es adventicia, ya que no pueden provenir de cosas imperfectas, finitas y limitadas externas a mí. Todo lo que me rodea es finito; no es tampoco facticia, pues no la puedo construir yo, que soy una cosa imperfecta y finita. Así pues, tan solo una naturaleza infinita y perfecta (Dios) puede poner su idea en una naturaleza finita e imperfecta que la piensa.

Descartes aporta otras pruebas de la existencia de Dios, entre ellas una nueva formulación del argumento ontológico: la existencia pertenece a la esencia de Dios; es decir, del mismo modo que no podemos concebir un triángulo sin sus tres lados o una montaña sin valle, no se puede concebir a Dios sin su existencia; esta es una intuición clara y distinta.

El mundo y la res extensa

Dios, la res infinita, es el elemento que sostiene todo el sistema cartesiano. Si Él existe, es garantía de que las ideas claras y distintas son siempre verdaderas, ya que es un Dios bueno y veraz. Así, la existencia del mundo o res extensa es demostrada a partir de la existencia de Dios, ya que este no puede permitir que me engañe al creer que el mundo existe. ¿Pero cuál es el mundo del cual yo puedo estar seguro? El que puedo percibir con claridad y distinción, es decir, un mundo geométrico, cuyas propiedades son matematizables (altura, anchura, figura), pues en cuanto al sonido, el color, el olor, no son propiedades percibidas con claridad y distinción como formando parte de este mundo, sino que están en el sujeto. Según Descartes, el conocimiento del mundo sensible queda limitado a las ideas claras y distintas de extensión, movimiento y figura. De hecho, a partir de estas tres ideas, Descartes deduce su física, que consiste en una interpretación mecanicista de la naturaleza.