Ética y Filosofía en Santo Tomás y San Agustín: Ley Natural, Dios y la Condición Humana

Santo Tomás: La Ética de la Ley Natural

La ética tomista, como toda su filosofía, se sitúa entre la teología cristiana y el pensamiento de Aristóteles. Al igual que la aristotélica, la ética tomista establece que la felicidad es el fin del hombre y que esta se identifica con la actividad contemplativa. Sin embargo, añade que, puesto que la verdad absoluta es Dios, la auténtica felicidad, a la que llama beatitud, consistirá en la contemplación de Dios. Ahora bien, esta contemplación no es posible en esta vida y, por tanto, todo lo que hagamos ha de tener como finalidad última alcanzarla en la vida eterna, para lo que hay que cumplir la ley divina, a cuyo conocimiento el hombre no puede acceder de modo directo con la sola razón y que ha sido revelada por Dios en los textos sagrados (la Biblia). De ahí parecería deducirse que la felicidad eterna solo podrían lograrla los cristianos. Pero, según Santo Tomás, esto no es así, ya que esa ley, la ley eterna, se manifiesta en la naturaleza, cuyo conocimiento es asequible a la razón. Así, es el conocimiento de la naturaleza humana lo que determina el conjunto de normas morales que constituyen la ley natural.

Como el resto de las criaturas, el hombre está sujeto a la ley natural, que es manifestación de la voluntad divina. Al igual que cualquier ser natural, el hombre posee unas tendencias impuestas por su naturaleza que le obligan. En la mayoría de los seres, esas leyes se constituyen solo en leyes físicas a las que no se pueden sustraer. El hombre, además, es un ser libre y su conducta, en cuanto hombre, se ordena por la ley moral que respeta su libertad. Así, mediante su entendimiento, es capaz de conocer sus propias tendencias naturales y deducir ciertas normas de conducta encaminadas a dar cumplimiento a aquellas.

En tal sentido, lo primero que conoce el entendimiento en el orden práctico es la noción de bien, y sobre él se basa un primer principio de orden general (“bien es lo que todos apetecen”) del que depende el primer precepto, también general, “ha de hacerse el bien y evitar el mal”.

De las tendencias naturales del hombre se deducen los demás preceptos de la ley natural:

  • En cuanto sustancia, está obligado a conservar su propia existencia. El cumplimiento de esta tendencia impone el deber moral de procurar la conservación de aquella.
  • En cuanto animal, tiende a todo lo relacionado con la procreación. De esta tendencia cabe deducir ciertas normas de conducta relativas a la consecución del fin de la procreación y cuidado de los hijos.
  • En cuanto racional, tiende a conocer la verdad sobre Dios y a vivir en sociedad. De estas tendencias surgen las obligaciones morales de buscar la verdad y de respetar las exigencias de justicia.

Dado que la ley natural se deduce de las tendencias de la propia naturaleza, su contenido, por lo que se refiere a estos preceptos más generales, es evidente, universal e inmutable. La posibilidad de desconocimiento de la misma y los cambios en función de los individuos o las circunstancias históricas solo se plantean en relación con consecuencias de estos preceptos más generales.

San Agustín

Dios y la Creación del Mundo

El Dios del que habla San Agustín es el Dios cristiano, el Dios de la Trinidad. Se da el monoteísmo. Este Dios único es todopoderoso y radicalmente distinto del mundo, al que creó desde la nada. Es además providente, es decir, se ocupa del mundo, especialmente de los seres humanos, con quienes se comporta como un padre.

El hombre encuentra a Dios en su interior como el único amor capaz de saciar su ansia de felicidad. Lo que sabemos de Dios lo sabemos de un modo fundamentalmente negativo. Así, si las criaturas son cambiantes, Dios debe ser inmutable. Y así podemos atribuirle otras perfecciones: es la Perfección pura, es el Bien sumo, es absolutamente simple, es único…

Dios creó el mundo desde la nada. La creación es simultánea y sucesiva: las Ideas están en la mente de Dios como arquetipos de todas las cosas posibles y en la materia creada depositó los gérmenes de todo lo que ha existido, existe o existirá.

No realizó San Agustín un esfuerzo sistemático por elaborar pruebas racionales que demuestren la existencia de Dios, aunque sí hay en su obra diversos argumentos que podemos considerar como tales. La constatación de la naturaleza mutable del hombre y la presencia en ella de verdades inmutables y necesarias constituye a su juicio una verdadera prueba racional de su existencia: el fundamento de tal verdad no puede ser nuestra alma mudable, sino la mente divina.

Hay todavía otros argumentos en su obra que apelan a Dios como fundamento del orden y la belleza del mundo o al consenso que existe entre los hombres, pues en todos hay un cierto conocimiento de Dios. En cambio, le supone un verdadero reto explicar cómo es compatible la existencia de Dios, sumo Bien, con el mal que hay en el mundo.

El Ser Humano

Como el resto de su filosofía, su concepción del hombre se encuentra fuertemente teñida de platonismo, del que adopta su dualismo y la primacía del alma sobre el cuerpo: “el hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno”. Por supuesto, rechaza las teorías platónicas de la preexistencia del alma, la pluralidad de almas en el hombre y que la unión con el cuerpo sea consecuencia de un pecado anterior. En el alma distingue entre la razón inferior (que tiene por objeto el conocimiento de lo sensible para satisfacer nuestras necesidades) y la razón superior (que tiene por objeto la Sabiduría y donde tiene lugar la iluminación que hace posible su elevación hacia Dios). El hombre fue creado a imagen de Dios. Su alma espiritual es simple e inmortal, pues al no tener partes no se puede corromper ni descomponer. En las tres potencias principales de ella, la memoria, la inteligencia y la voluntad, ve Agustín la imagen de la Trinidad.

Ve al hombre desde el prisma del pecado original, a consecuencia del cual nuestra naturaleza ha quedado incompleta. “En Adán ha pecado toda la humanidad” y el hombre es, así, un ser empecatado, con un fuerte tirón hacia el mal: el género humano es una “masa condenada” y únicamente por la misericordia y la gracia divina puede librarse de la condenación.

Este pesimismo antropológico tiene importantes consecuencias, además de en su ética y en su filosofía de la historia, en la cuestión del origen del alma. Sobre este punto, su posición osciló entre la afirmación de que Dios crea cada alma individual con ocasión de la concepción de un nuevo ser humano (lo que explica mal cómo se trasmite el pecado original) y la de que las almas de los hijos provienen de las de los padres (traducianismo), doctrina que explicaría con dificultad la simplicidad y espiritualidad del alma. En general, se inclina por esta última respuesta, aunque se confiesa incapaz de dar una solución adecuada.

La Ética

La ética de los filósofos griegos fue intelectualista, pues en lo fundamental relaciona la vida virtuosa con el saber y la educación. La ética cristiana, en especial la de San Agustín, afirma que, aunque sepamos qué es el bien y qué el mal, es la voluntad libre quien elige uno u otro. Esto plantea el problema del mal y el sentido de la libertad.

La voluntad humana, según San Agustín, tiende necesariamente a la felicidad. La satisfacción de esa necesidad solo la puede encontrar en el amor a Dios. Sin embargo, el hombre puede obrar mal alejándose de Dios y entregándose a bienes mudables y materiales. Ese alejamiento es resultado de una elección libre, comete entonces un pecado del que él mismo es responsable y por el que habrá de responder ante la justicia divina.

Además, el hombre tiene su naturaleza viciada por el pecado original, que le inclina hacia el mal, de manera que por sus propias fuerzas no puede realizar el bien y alcanzar la salvación. Frente al daño del pecado original, San Agustín subrayó la absoluta necesidad de la gracia divina para poder hacer el bien y vivir de acuerdo con los mandamientos. La gracia es un don que Dios concede al hombre sin ningún mérito de su parte, gratuitamente. Sin embargo, la acción de la gracia (que no obliga a que actuemos bien, sino que nos da una especial fortaleza para ponernos en el camino de la salvación) no suprime la libertad del hombre.

Según San Agustín, Dios no quiere el mal; no nos hace libres para que podamos elegirlo y pecar, sino para que podamos elegir vivir rectamente y amar a Dios. Solo si proceden de la voluntad libre del hombre las acciones buenas pueden ser dignas de alabanza y premiadas por la justicia divina y las malas castigadas.

Sobre la naturaleza del mal, Agustín siguió siendo joven la doctrina maniquea. El maniqueísmo sostenía que el mundo está gobernado por dos principios antagónicos y eternos que luchan entre sí: el Bien (el reino de la luz) y el Mal (el reino de las tinieblas). De este modo, el mal tendría un carácter positivo y es difícilmente compatible con la existencia de un Bien supremo, Dios. Pero tras su conversión al neoplatonismo y al cristianismo, polemizó con aquél y negó entidad al mal: el mal no es algo positivo, sino una privación, una carencia de Bien. Al no ser algo real, el origen del mal no puede ser atribuido a Dios. Dios solo comunica a las criaturas el ser y la bondad.

Tenemos, por fin, que diferenciar entre el mal físico y el mal moral. Una enfermedad, por ejemplo, es un mal, pero es un mal físico. Con el mal físico que padecemos la justicia divina castiga el pecado del hombre. Pero el verdadero mal es el mal moral, que consiste en la acción del hombre contraria a la ley de Dios, en el pecado, que el hombre realiza libremente.

Las Dos Ciudades

La más importante obra de San Agustín, junto con las Confesiones, es La Ciudad de Dios, compuesta por 22 libros que redacta a partir de 412, dos años después del saqueo de Roma realizado por Alarico. En la obra, que destila pesimismo por estas circunstancias, hay un intento de exculpación del cristianismo a propósito de su responsabilidad en la decadencia del imperio.

En La Ciudad de Dios, donde por vez primera un intelectual se ocupa de analizar sistemáticamente el sentido de la Historia Universal, realiza desde los presupuestos cristianos lo que llamamos una filosofía de la historia: el tiempo histórico es el campo en el que se desarrolla el plan de salvación trazado por Dios, al cual hemos de elegir sumarnos individualmente. En cualquier caso, los hombres en su totalidad no podemos escapar al plan previamente establecido por Dios. La Historia se desarrolla linealmente en seis edades, desde la creación hasta el final de los tiempos, guiado por la divina providencia.

El tema central es la dinámica de los dos amores a lo largo de la Historia, el de aquellos que “se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios” y el de aquellos que “aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos”. Los primeros constituyen la ciudad terrena y los segundos, la ciudad de Dios. Algunos autores han relacionado la teocracia medieval (hablan de “agustinismo político”) con la influencia de esta obra en los siglos que siguen. La identificación de la ciudad terrena con el Estado y de la ciudad de Dios con la Iglesia, identificación que no figura en San Agustín, habría tenido consecuencias a lo largo de la Edad Media, pues se toma como una justificación del predominio del poder religioso (la Iglesia y el papa) sobre el poder civil (el Estado). Estrictamente hablando, San Agustín se refiere al conjunto de los hombres que elige uno de los dos amores, que durante el tiempo histórico se encuentran mezclados y que al final de los tiempos serán definitivamente separados.