Éticas Materiales y Éticas Formales
A la hora de determinar los criterios morales, es decir, los criterios que nos sirven para averiguar lo que debemos y lo que no debemos hacer podemos diferenciar dos tipos de éticas:
Éticas Materiales
Poseen un contenido moral, esto es, unos preceptos, valores y normas morales previas, ajenas y superiores a nosotros, que nos indican lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, lo que es bueno y lo que es malo. Estas éticas parten de la existencia de un fin último o bien supremo que todos los seres humanos perseguimos (queremos alcanzar). Este fin último para unos consiste en la felicidad, para otros en el placer, para otros en Dios, para otros en la utilidad,…Y, a partir de dicho fin, derivan su contenido moral. De acuerdo con ello, serán buenos o positivos los actos que conduzcan a dicho fin y malos o negativos los que nos aparten de él.
Éticas Formales
Éstas, en cambio, carecen de contenido. Este tipo de éticas afirman que nuestros deberes u obligaciones no surgen desde ningún fin último ajeno a nosotros, ni desde ninguna norma, costumbre o precepto previamente existentes; sino desde nosotros mismos, desde nuestra propia conciencia, nuestros propios sentimientos o nuestra propia voluntad. Es decir, nada ni nadie nos señala lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, sino que somos nosotros mismos los que nos damos nuestras propias normas. A estas éticas también se las denomina deontológicas (de deón –en griego- deber).
Por eso se dice que las éticas materiales son heterónomas; mientras que las éticas formales son autónomas.
Hasta el siglo XVIII, todas las éticas eran materiales o heterónomas. Sin embargo, en este siglo, Kant, de acuerdo con el espíritu de la Ilustración, elaboró una ética formal y autónoma y, a partir de entonces, este tipo de ética ha sido la más frecuente.
Ejemplos de Éticas Materiales
Las éticas materiales coinciden en que en todas ellas el ser humano tiene una meta o fin último independiente y objetivo, y a partir del mismo, se establecen una serie de normas o contenidos morales que guían nuestras acciones.
Ahora bien, a la hora de determinar cuál es este fin y cuáles las normas que nos guíen, se da una gran variedad de posturas, entre las que destacan: la ética de Aristóteles, el hedonismo, la utilitaria de Stuart Mill, etc.
A. Ética Aristotélica
Aristóteles, discípulo a su vez de Platón fue uno de los más brillantes pensadores de todos los tiempos hasta el punto de que la cosmovisión que formuló en el siglo IV a.c. se mantuvo prácticamente inalterada hasta el renacimiento. En el terreno ético desarrolló una teoría teleológica, una teoría de los fines de los seres naturales.
Aristóteles observó que todos los seres tienden hacia un fin, que además coincide con su plenitud, con su perfección. Así una semilla tenderá de forma natural a convertirse en árbol. En términos Aristotélicos la semilla que es una semilla en acto, en ese instante, es en potencia, aunque aún no, un árbol.
La naturaleza es teleológica, finalista y cada ser busca la perfección en aquellas cualidades que determinan su ser. El ser humano es un ser natural y como tal su perfección, su bien y por ende su felicidad consistirá en el desarrollo adecuado de todas sus capacidades, especialmente las racionales (que son las capacidades especiales que nos definen y que nos diferencian de las demás especies).
Así pues Aristóteles nos dice que para ser feliz uno ha de dedicarse a desarrollar de forma virtuosa las capacidades intelectuales, aquellas que nos definen como personas. Es en esto seguidor de la tradición intelectualista de origen socrático. De cualquier modo no solo somos inteligencia sino que también tenemos un cuerpo que nos identifica en el mundo natural y social y que presenta unas exigencias sin las cuales uno no puede ser feliz.
Ese desarrollo armónico de las capacidades intelectuales y morales (las que te relacionan con tu entorno) se consigue con un comportamiento virtuoso, el comportamiento adecuado, que es el que puede permitir la consecución de la felicidad.
El comportamiento virtuoso se adquiere tras la práctica de las virtudes. La virtud es fruto de la repetición, de un hábito, de una costumbre. Uno no nace siendo honesto, se hace honesto practicando la honestidad del mismo modo que uno aprende a multiplicar multiplicando.
Con respecto a las virtudes intelectuales, Aristóteles destaca a la prudencia como la más importante.
Las virtudes morales definen a un comportamiento como virtuoso si este consiste en un término medio entre el exceso y el defecto. Así por ejemplo la modestia es el término medio entre la desvergüenza y la timidez, como lo es la valentía frente a la cobardía o la temeridad.
Todas estas virtudes o hábitos positivos son necesarios para que las sociedades y los individuos puedan progresar y buscar su felicidad.
B. El Hedonismo o Epicureísmo
Esta corriente ética fue fundada por Epicuro de Samos en el s. IV a.c. Para este autor el fin último del hombre ha consistir en la búsqueda del placer. Este es el único principio que ha de regir todo el comportamiento del hombre aunque para entender mejor a Epicuro, debemos entender por “placer”, ausencia de dolor. La anterior aclaración elimina de la lista de placeres buscados por Epicuro, muchos supuestos placeres.
Como vemos no todos los placeres son iguales. Epicuro distingue entre los placeres naturales y los artificiales, y entre los placeres necesarios e innecesarios.
Nuestro autor llegará a decir que solo los placeres naturales y necesarios son los que el ser humano ha de perseguir, evitando todos los demás. De nuevo la prudencia como capacidad de decidir lo más conveniente, se convierte en elemento fundamental del razonar ético
El culmen del placer se sitúa en la “ataraxia”, que es un estado anímico o mental en el que se llega a la perfecta tranquilidad del alma, o a la imperturbabilidad del espíritu.
A diferencia de Aristóteles Epicuro no identifica el bien individual con el social, cada uno debe de componérselas por sí mismo. Por otro lado es uno de los pensadores que con más ahínco ha defendido la idea del alto valor espiritual de la filia, la amistad, verdadero tesoro y necesaria para una vida buena y feliz.
Para el EPICUREÍSMO son tres los grandes temores que hay que evitar porque son los que impiden al hombre gozar de la vida; éstos son: el temor al destino (no existe pues el universo se rige por puro azar), a la muerte (en el fondo no hay nada tras ella, el hombre no es inmortal sino un conjunto de átomos en continua reorganización que tras su muerte darán lugar a otros seres o sustancias), y a los dioses (que simplemente no existen).
EPICURO sorprendió a todos cuando aceptó su muerte tras una larga enfermedad que llevaba con una actitud absolutamente sosegada; en el fondo, pensaba él, la muerte no debe asustarnos porque todavía no nos ha llegado, y cuando suceda, ya no tendremos oportunidad de lamentarlo pues estaremos muertos y, por lo tanto, careceremos de conciencia.
C. El Utilitarismo
También es conocido como hedonismo social. Esta teoría fue creada por un filósofo británico del siglo XIX llamado Bentham y fue completada por otro importante pensador inglés, John Stuart Mill. Esos teóricos creían que la ética y la política estaban de algún modo relacionadas y su ética propone un criterio social que determine lo correcto a nivel individual y colectivo.
Para esta ética el principio fundamental es el principio de utilidad que dictamina que lo correcto es aquello que proporciona la mayor felicidad al mayor número de personas e incorrecto aquello que va en detrimento de ella.
Por felicidad los utilitaristas entienden el placer y la ausencia de dolor, al igual que los hedonistas clásicos.
El principio de utilidad como criterio moral obliga al que lo usa a tener en cuenta a los otros como posibles afectados por sus actos y a elegir aquello que proporcione mayor placer al mayor número de personas.