Filosofía Política de Rousseau
Según el pensamiento de Rousseau, en el estado de naturaleza, el ser humano es íntegro, sano y moralmente recto, con completa libertad y sin obligaciones morales o religiosas. No tiene motivos para entrar en conflicto, y todos son considerados iguales. El ingreso en la sociedad es el que corrompe al ser humano, generando desigualdad y conflicto. En la sociedad, los más privilegiados imponen leyes sobre los menos favorecidos. La propiedad privada es el origen de la desigualdad y la injusticia, en contraste con las ideas de Hobbes y Locke. Una vez establecida la sociedad, no hay vuelta atrás al estado natural. Se necesita un nuevo contrato social basado en el bien común, la igualdad y la libertad.
El Estado de Naturaleza
En su teoría social, Rousseau presenta el estado de naturaleza como una reconstrucción imaginaria de cómo habría sido la vida humana antes de la formación de la sociedad. En este estado, los seres humanos son impulsados por el deseo de conservación, la compasión por sus semejantes, el ansia de superación y la libertad. La finalidad de esta hipótesis es doble: asignar un valor normativo a las instituciones sociales (bueno o malo), y servir como punto de referencia para comparar y calificar diferentes instituciones sociales. Rousseau introduce la hipótesis del “buen salvaje”, argumentando que el hombre en estado de naturaleza no es malvado, sino que la sociedad lo corrompe. El buen salvaje es inherentemente bondadoso y vive en igualdad, sin necesidad de principios morales.
El Contrato Social
Ante la imposibilidad de volver al estado de naturaleza, Rousseau aborda la necesidad de establecer un nuevo contrato social para superar las deficiencias de los estados previos en los que ha vivido el ser humano. En el estado de naturaleza el individuo vivía según sus instintos y pasiones, pero en la sociedad actual debe renunciar a ellos en favor de la razón. Este contrato social debe permitir que los individuos vivan en consonancia con su integridad humana (sentimiento y razón), siendo muy importante la educación; debe ser suscrito por todos los ciudadanos de manera legítima y mantenerse a lo largo del tiempo, implicando la sumisión de cada ciudadano a la voluntad general; y debe establecer qué es el bien común.
La Voluntad General
La Voluntad General representa la recta razón y es la fuente de las leyes que garantizan la igualdad y la libertad. En este concepto, todos gobiernan sobre todos, obedeciendo las leyes para obedecerse a sí mismos. El poder reside en el pueblo reflejando una democracia asamblearia donde prevalece la igualdad sobre la libertad, el orden y la seguridad.
A diferencia de Hobbes, la Voluntad General no surge de una cesión de derechos y libertades en un pacto de sumisión, sino de un pacto entre iguales que permanecen así en todo momento. No es solo la suma de todas las voluntades, sino que es la voluntad de todos legislando sobre todos, buscando beneficios comunes para todos sus miembros. Actúa como un vínculo que garantiza el orden social. Es muy diferente y superior a la voluntad particular de todos. En consecuencia, en la sociedad ningún individuo debe obedecer a otro, sino a las leyes que son la expresión de la Voluntad General.
Ética de Hume
Hume sostiene que la moralidad es una cuestión de hecho, ya que todos hacen distinciones morales y se ven afectados por ellas. Se pregunta si estas distinciones se fundamentan en la razón o en el sentimiento. Argumenta que las distinciones morales no pueden derivarse del conocimiento de hechos, ya que este tipo de conocimiento solo describe cómo son las cosas, no cómo deberían ser. Esto supondría caer en una falacia que consiste en un salto ilegítimo desde lo que es a lo que debe ser. Max Black y G.E. Moore respaldan la noción de Hume sobre la imposibilidad de pasar de afirmaciones sobre cómo son las cosas a juicios sobre cómo deberían ser (“la guillotina de Hume” y “falacia naturalista”).
Para Hume, lo “bueno” y lo “malo” no son cualidades objetivas de los objetos, sino que son sentimientos de aprobación o desaprobación ante los hechos descritos, sin embargo, no percibimos lo “bueno” y lo “malo” de la misma manera en todas las situaciones. La motivación de nuestras acciones por los sentimientos de atracción y aversión hacia ciertos comportamientos, es lo que se conoce como emotivismo moral.
Hume analiza el concepto de “estimabilidad”, y se da cuenta de que los principios morales se basan en el “agrado o utilidad” que sentimos hacia las acciones morales. Consideramos algo bueno, justo, virtuoso… no debido a alguna cualidad objetiva en el objeto moral, sino al sentimiento de agrado o desagrado que genera en nosotros.
Utilidad y Benevolencia
La garantía de coincidir con los demás en las valoraciones morales reside en la “utilidad”, que está basada en la “benevolencia”, que es el supremo bien moral e implica un interés generoso por el bienestar general de la sociedad. Hume lo define como “felicidad individual”. Para explicar cómo es posible que los individuos abandonen su propio bien en favor del bien común, Hume señala que todos los seres humanos poseen un sentimiento natural de “simpatía” hacia los demás. Si carecen de simpatía los considera “malvados”. A pesar de todo, Hume reconoce que tanto la razón como el sentimiento participan en las valoraciones y conclusiones morales. La razón revela el conocimiento del mundo y la verdad, pero son los sentimientos los que nos impulsan a obrar.
Esferas de la Subjetividad
Así, Hume distingue dos esferas de la subjetividad: la esfera de la razón y la esfera del gusto. La primera se encarga del conocimiento objetivo y no motiva la acción, mientras que la segunda incluye la experiencia moral y estética, y son los sentimientos de aprobación y censura los que nos impulsan a actuar. Aquí surgen las pasiones. Hume elabora una psicología de las pasiones en su obra “Tratado de la naturaleza humana”, distinguiendo entre impresiones de sensación (sin percepción anterior) e impresiones de reflexión (provenientes de una percepción anterior). Las pasiones pueden ser serenas o violentas, directas o indirectas. Pero todas están fundamentadas en el dolor y el placer, y son rectoras de la voluntad. En su visión, la razón está al servicio de las pasiones, teniendo una importancia mayor en la determinación de la conducta humana.
Ética de Agustín de Hipona
Al igual que existe una luz natural que ilumina nuestro conocimiento, Agustín considera que los hombres tenemos impresa en nuestra alma una conciencia moral: la ley divina, a la que todo está sometido y cuyos imperativos constituyen la ley natural. En nuestra alma es donde encontramos nuestro código moral.
Frente a la doctrina maniquea que afirmaba la existencia de dos principios creadores (en eterna lucha): Ormuz, el dios del bien, y Ahriman, el dios del mal; Agustín rechaza conceder sustancialidad al mal (mal como ausencia de bien). Se apoya en el principio metafísico de la incorruptibilidad divina, aunque esta argumentación sirve para analizar el problema del mal físico.
El Problema del Mal Moral
Sin embargo, el problema del mal moral es el principal interés de Agustín. Aquí surge un elemento nuevo: el mal moral o Pecado, que es aquel que depende de la voluntad libre de la persona y su realización implica un acto de libre albedrío. Es cierto que, ontológicamente hablando, el mal físico no es propiamente mal, y por ello Agustín se centra en el mal moral, dejando claro que el mal propiamente dicho es éste, el pecado procedente de la voluntad humana. La raíz última del mal es consecuencia del pecado original cometido por los progenitores.
El mal moral implica que el hombre trastorna el correcto orden de “lo que debe ser amado” (ordo amoris), anteponiendo lo efímero y temporal a lo eterno, es decir, el mundo sobre Dios, en lugar de cumplir con el precepto de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
Por tanto, el amor es elemento central de la ética agustiniana, y su expresión máxima es la caridad.
Felicidad y Beatitud
Agustín considera que el fin del ser humano es la felicidad (ética eudemonista), que solo se alcanza al llegar a Dios, y para que sea perfecta debe ser después de la muerte. La felicidad (que él llama beatitud) a la que aspira la humanidad no es auténtica si no incluye la inmortalidad del alma. Una vida no eterna no puede ser una vida feliz. Dado que todos los seres humanos desean alcanzar la felicidad y no perderla, deberían preservar la vida, ya que nadie podría ser feliz si no estuviera vivo. Por lo tanto, solo la vida eterna puede ser llamada verdaderamente bienaventurada.
La vida y la felicidad plena no serían perfectas hasta que se realizara la resurrección de los cuerpos, ya que el hombre sólo lograría la felicidad total cuando se le restituyese la armonía entre el alma y el cuerpo que había sido destruida por el pecado original.
Filosofía Política de Tomás de Aquino
En su política, Tomás de Aquino se aleja de Aristóteles al considerar que el hombre no se limita en su ser natural, sino que está orientado hacia un fin sobrenatural que no satisface el Estado. El ser humano está sometido a:
Ley Natural
Accesible mediante la razón o la fe. Es el conjunto de normas que regulan la naturaleza y el orden moral, deducidas de las tendencias naturales del hombre: como sustancia, busca conservar su propia existencia; como animal, tiende a propagar su especie; como ser racional, busca la verdad y especialmente su fin último (Dios); y como ser político, tiende a vivir en sociedad, de donde deriva la Ley ética, principios morales generales con aspiraciones universalistas. La primera norma de la Ley Natural es “haz el bien y evita el mal” (uso de la sindéresis).
Ley Positiva
Normas establecidas por los propios seres humanos para regular la convivencia, actuando como una extensión de la ley natural sin contradecirla.
Ambas están sometidas a la Ley Eterna o divina, el ordenamiento impuesto por Dios al mundo.
Orden Jerárquico y Monarquía
La necesidad de un orden jerárquico de gobierno temporal surge de la naturaleza social del hombre. Tomás de Aquino idealiza la monarquía, siempre con un gobernante perfecto, y en su ausencia, defiende una combinación de monarquía, aristocracia y democracia que asegure el equilibrio de poderes. Haciendo una analogía con el cuerpo (donde manda la cabeza o el corazón) y el universo (las partes inferiores son gobernadas por las superiores), lo que es válido para ambos debe aplicarse a la sociedad humana.
Relaciones Iglesia-Estado
Su concepción de las relaciones entre la Iglesia y el Estado se basa en la relación entre Fe y Razón. Aunque aboga por una colaboración, en caso de conflicto, los fines religiosos deben prevalecer sobre los políticos. El fin religioso de la sociedad es ordenar lo que conduce a la felicidad celestial y prohibir lo contrario. Por lo tanto, el Estado debe subordinarse a la Iglesia, ya que el fin humano es “sobrenatural”. El poder de la Iglesia debe ser superior al Estado, que debe abstenerse de intervenir en los asuntos de vida sobrenatural. Sin embargo, cualquier ley promulgada por el Estado debe estar de acuerdo con la ley natural, reafirmando así el trasfondo religioso de su política, y cualquier ley que viole la ley natural puede ser legítimamente desobedecida.