Nietzsche (1844-1900)
Crítica a la filosofía tradicional
Esta crítica comienza con una profunda revisión del concepto de verdad. La filosofía tradicional es dogmática, está convencida de que es posible alcanzar verdades absolutas, que convierten lo real en algo estático, fijo, inmutable, abstracto… es decir, en lo contrario a lo que realmente es. El error está en el concepto que se tiene de «verdad». La verdad es personal; tiene su origen en la experiencia, en la intuición subjetiva. No existe la «verdad», sino «mi verdad»; la verdad de cada uno. De manera que sólo cuando reducimos la riqueza de la experiencia personal a un conjunto de características que la hacen coincidir con la experiencia de los demás, sólo entonces hablamos de verdades absolutas. Nietzsche distingue entre apolíneo y dionisiaco. La vida es constante oposición dialéctica entre lo apolíneo y lo dionisiaco, el placer y el dolor, lo positivo y lo negativo. Renunciar a uno de los dos polos supone renunciar a la vida, puesto que al eliminar la oposición, eliminamos el principio motor de la misma: la dialéctica. El cristianismo, que asume esta doctrina marcando decisivamente la cultura occidental, renuncia al mundo sensible a favor del mundo ideal, poniendo por delante todo lo celestial. El problema es que el cristianismo ha puesto por encima del hombre una realidad, Dios, que le roba al hombre su divinidad, de ahí que Nietzsche en La Gaya Ciencia o El Gay Saber, la ciencia alegre, proclame la muerte de Dios.
Con la muerte de Dios, asistimos a la muerte de todos los demás conceptos tradicionales, pues estos se apoyaban en Él. Dios nos da la vida eterna por medio de la virtud, que nos redime del pecado. Pero, como ya afirmaba Feuerbach, Nietzsche dirá que Dios no es más que la proyección que hace el hombre de sus propios ideales. Dios comienza siendo un ideal humano para acabar hipostasiándose, convirtiéndose en lo totalmente y absolutamente otro. Dios le quita al hombre su grandeza, le hace extrañarse de sí mismo, lo que le impide erigirse en finalidad, produciendo individuos dependientes que basan sus actos en una moral de “des-simismación”, negadora de la vida; una moral de “decadence” (=decadencia).
Hay que, por tanto, proclamar la muerte de Dios para decir sí a la vida, para potenciar la voluntad de ser uno mismo, de destacarse, de ser un súper-hombre, y para serlo habrá que renunciar a la moral tradicional, moral de esclavo.
Crítica a la moral
Para Nietzsche, hay dos tipos de hombre: los fuertes y los débiles (Darwin y la selección natural). Por supuesto, los fuertes son minoritarios frente a los débiles, que constituyen el grupo más amplio. Los fuertes son los hombres con voluntad de poder —no de poderío (La voluntad de poderío es el deseo de imponerse sobre los demás)—; los nobles, los valientes y orgullosos que quieren dominar su vida pero no la de los otros. Mientras que los débiles son los resentidos, envidiosos, pobres de espíritu, humildes, cobardes, incapaces y mediocres. Son las características de los débiles las que hacen que el noble se distancia de la muchedumbre, de los «mal constituidos», de los enfermizos y cansados. Y de ahí, de ese distanciamiento, que el esclavo, en venganza, se aferre a la subversión de los valores planteada por el judaísmo y heredada por el cristianismo.
El concepto “bien” fue conscientemente tergiversado (=manipulado), para desgracia de la humanidad, por el cristianismo, el cual ha malentendido el bien perdiendo con ello a sus especímenes más valiosos por mejor dotados para la vida; de hecho, cuando a lo largo de los siglos ha surgido un hombre noble, aristocrático, los débiles se han ocupado de él manteniendo con ello el actual estado de cosas, el estado decadente. Para superar esta decadencia introducida por los valores cristianos es preciso superar la religión.
Crítica a la religión
Toda religión nace del miedo, la angustia, la necesidad y la impotencia que el hombre siente en sí mismo. No ha habido jamás religión verdadera alguna, concretamente el cristianismo ha invertido los valores de las antiguas Grecia y Roma, que eran los valores de la vida, inventándose un mundo ideal, celestial, que conlleva la desvalorización del mundo terrenal, al cual hay que renunciar cuanto antes para alcanzar el paraíso. Por eso, el cristianismo, según Nietzsche, supone: primero, el extravío más fuerte de los instintos, lo que le lleva a inventarse otro mundo y despreciar éste; la verdadera vida está en el mundo inteligible, en el caso de Platón, o en la vida posterior a la muerte, según el cristianismo. El cristianismo solo fomenta los valores mezquinos como la obediencia, el sacrificio, la humildad y, en general, los sentimientos propios del «rebaño».
Esta es la denominada moral de rebaño, una moral que es enemiga del superhombre. Por último, el cristianismo habla de pecado, y con este concepto aniquila los valores más importantes de la vida, a la cual pervierte de raíz. El cristianismo ataca todo lo dionisiaco, lo instintivo, lo pasional, lo irracional… dejando la vida a merced únicamente de lo apolíneo, lo racional, lo estático.
Ese es el error de la moral cristiana y tradicional, cuya crítica enlaza con la proclamación de la muerte de Dios. No obstante, hay que distinguir entre “el Dios de los pueblos” y “el Dios bueno”. El Dios de los pueblos es el de los fuertes, un dios que no se opone a la vida, en él se veneran las condiciones mediante las cuales un pueblo crece, se encumbra. Es el dios que potencia la voluntad o el sentimiento de poder, el orgullo de la libertad y de la vida. El Dios bueno es el de los débiles, de los resentidos, de los decadentes. Un dios que exige sumisión, humildad, abandono, máxima objeción contra la existencia. La humildad en general y el cristianismo en particular, ha pasado de venerar a un Dios de los fuertes a alabar a un Dios bueno, ha tomado partido de todo lo bajo, de aquello que representa la contradicción a los instintos de conservación, y cuando esto sucede, cuando del concepto “dios” eliminamos todo aquello que potencia la vida, Dios se convierte en un bastón para cansados, el Dios para las pobres gentes, de los enfermos, un Dios degenerador, un Dios que niega el devenir y la dialéctica placer y dolor, en la que todo consiste. Con la muerte de este Dios, el hombre se libera a sí mismo, comenzando una nueva historia, la verdadera, el gran mediodía (iluminación de la verdad) en que el hombre, libre de mitologías y de supersticiones, se convierte en artífice de su propio destino. Con la muerte de Dios, el hombre llega por fin a ser hombre, llega al superhombre.
[Hasta aquí la filosofía negativa de Nietzsche]
Filosofía positiva
La filosofía positiva de Nietzsche se caracteriza fundamentalmente por la transvaloración de los valores y el eterno retorno.
Transvaloración de los valores
La cultura europea ha negado a su propia vida, a su total y absoluta decadencia; ha llegado el momento de la restauración, y esta es la tarea de la filosofía: liberar al hombre de los falsos valores logrando una inversión o transvaloración de los mismos, puesto que los valores tradicionales proceden de la “voluntad de nada” (noluntad en Unamuno), negadora de la vida.
A esta voluntad se opone la voluntad de poder, encargada de destruir los valores tradicionales y crear un espacio que posibilita la vida del superhombre, aquel que es capaz de enfrentarse a la vida, porque comprende que ésta es guerra, dialéctica, contraposición. El superhombre no renuncia al dolor, porque eso significaría renunciar a la vida, es el que ha renunciado a Dios (implica una revisión de todos los valores tradicionales).
Si con Dios estamos perdidos, sin Él también, hay por tanto que encontrar nuevas formas de vida que tengan presentes el carácter dialéctico que se expresa a través de la contraposición de lo apolíneo y lo dionisiaco, que expone en su obra El Origen de la tragedia Griega, donde Nietzsche contrapone a Dionisio y Apolo.
Dionisio, el Dios de la vida, embriaguez, vino y la pasión, es el símbolo de la alegría desbordante de vivir, desorden, caos. Constituye el terreno de los fuerzas vitales desatadas, por lo que representa lo activo y progresista, lo irracional. Frente a él se sitúa Apolo, Dios de la armonía y la mesura, de la belleza, símbolo de lo ordenado, coherente, racional, medible, proporcionado.
Si hasta ahora ha dominado el panorama occidental de lo apolíneo, hemos de restaurar lo dionisiaco, armonizándolos. En la tragedia, expresión de la dialéctica vital, se armonizaría lo apolíneo y lo dionisiaco, y eso es lo que debería ocurrir en la vida. El encargado de recuperar esa dimensión irracional e instintiva es el Superhombre, que ha de sustituir al viejo hombre.
El hombre actual
El hombre actual es un miserable que desprecia lo terreno, su cuerpo, el instinto, es un ser a medio hacer entre la bestia y el Superhombre, de modo que si se vence a sí mismo, si se supera, se convierte en Superhombre, pero corre el riesgo de volver a la animalidad primitiva, porque es un hombre que se resiste a abandonar los valores del pasado y a dar nuevo sentido a su humanidad. Para que esto último no suceda, para llegar a ser el Superhombre, tiene que superar la moral tradicional, decadente y alienante; tiene que alcanzar una nueva moral que no atente contra su vida.
La especie humana está dotada de una fuerza expansiva que le empuja en un proceso evolutivo constante, incluso que le lleva a ir a especies naturales. Dicha fuerza debería llevarnos a superar la idea de Dios, para ir progresivamente acercándonos al Superhombre.
La transformación del hombre al Superhombre pasa por 3 cambios sucesivos que recuerdan la dialéctica hegeliana o marxiana.
- Estadio del camello: En el que el espíritu del hombre es como un animal de carga que obedece a su amo sin quejas. Este estadio ha de ser superado en el siguiente.
Estadio del león: El hombre cansado por el peso de la carga se rebela contra su amo, se vuelve un ser crítico y dueño de sí mismo, imponiendo su voluntad.
- Estadio del niño: A medida que el hombre se libera de su carga crea sus propios valores, se convierte en el hombre-niño (adolescente) que busca la autoafirmación.
A partir de este momento es cuando empieza a aparecer el Superhombre, que da lugar a una humanidad libre y creadora. El Superhombre se preocupa ante todo de la vida, sin traba alguna, no está sometido a ningún principio moral porque se sitúa por encima del bien y del mal. (No necesita vivir con una moral impuesta por los demás)
La conciencia del Superhombre es la conciencia de la naturaleza, lo que le favorece es bueno, lo que le perjudica es malo. El Superhombre dice Sí a las jerarquías entre los hombres porque la igualdad solo conduce a la moral de rebaño, de esclavos. El Superhombre debe practicar la moral de los señores, basada en la voluntad de poder, en la “virtú” Renacentista, el Superhombre debe vivir el eterno retorno.
Doctrina de eterno retorno
Hunde sus raíces en lo trágico que tiene Nietzsche. La vida es tragedia, eterna contraposición entre la creación y la destrucción, por lo tanto decir sí a la vida, como hace el superhombre, es decir sí tanto a la destrucción y al sufrimiento como a la creación y al placer. No hay más eternidad que el eterno retorno dialéctico, el eterno retorno de la vida a través de la procreación. El rechazo del cristianismo por parte de Nietzsche le lleva a descartar cualquier forma de inmortalidad como modo de rechazar el mundo, la vida que conocemos. El paraíso no es más que una ficción, y —de no serlo— una morada de eterno aburrimiento, de muerte en vida o vida en muerte.
No se trata solo de defender y preservar la vida, sino también de potenciarla. Ahora bien, por mucho que uno potencie la vida, al final llega la muerte; ¿y a dónde va entonces —dice Nietzsche— toda esa energía vital que hemos intentado reservar y acumular? La respuesta está en los misterios dionisiacos. En ellos, se garantiza el eterno retorno de la vida como supervivencia colectiva mediante la procreación (Darwin), mediante los misterios de la sexualidad. En ellos, según Nietzsche, se santifica el doloroso relevo de las generaciones [doloroso por la muerte de las generaciones]; la voluntad de vida que sacrifica a los más fuertes para ensalzar el devenir.
Nietzsche habla de eterno retorno en, al menos, dos sentidos: el eterno retorno de la vida a través de la procreación y el eterno retorno de las cosas tal cual han sido. Nietzsche nunca acaba por decidirse por una de las dos, pero en ambos casos el eterno retorno parece un sucedáneo de la inmortalidad, esa ansia de pervivencia que Nietzsche pierde al renunciar al cristianismo. Como señaló Unamuno, la pervivencia en los hijos, la pervivencia de la especie, es una falsa forma de la inmortalidad porque lo más que queda de nosotros es un vago recuerdo biológico o espiritual, que a la larga está condenado a desaparecer. Por otra parte, la repetición sin límites de vidas idénticas es otro espejismo, un espejismo que pretende hacernos creer que estamos vivos cuando en realidad no lo estamos, pues todo lo estático es anti-vital, mata. Además dos cosas absolutamente idénticas no son más que una y la misma cosa.
Pensamiento General
El primer Wittgenstein
Es la primera etapa de la filosofía de este autor, que nace con su libro “Tractatus”, donde expone su racionalismo lógico vinculado a la relación entre lenguaje y mundo. Wittgenstein se separa de la teoría del conocimiento del empirismo, y entiende que el conocimiento sólo puede darse a través del lenguaje. Su atomismo lógico dice: “Cualquier hecho del mundo (conjunto de cosas) tiene la posibilidad de ser nombrado a través de proposiciones del lenguaje. Toda proposición del lenguaje se refiere a un hecho del mundo, y sirve para pintar representativamente la realidad, y sustituimos la realidad de los hechos por el lenguaje referencial, que siempre hace referencia al mundo”. Hay tres tipos de proposiciones:
- Tautología. Significa cuando el predicado de una proposición no añade nada nuevo al sujeto. Ej: Los solteros no están casados.
- Todas las proposiciones posibles que podemos hacer sobre el mundo y que incluyen las proposiciones de las ciencias naturales: biología, física y química.
- Las proposiciones contradictorias o imposibles. Ej: Juan es alto y bajo.
Wittgenstein dice: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, es decir, que si utilizo la palabra árbol y digo: “En este campo hay seis árboles”, mi mundo sería muy reducido. Ahora bien, si utiliza la siguiente proposición: “En este campo hay un abeto, un chopo, un pino y tres nogales”, mi mundo se ha hecho más amplio al utilizar palabras nuevas que se refieren a distintos tipos de árbol. De ahí la importancia de ampliar el lenguaje. Como el conocimiento siempre está teñido de lenguaje, incluso cuando hubiéramos dicho todas las proposiciones posibles, y también todas las de las ciencias de la naturaleza referidas al mundo, lo más importante del mundo no quedaría dicho, porque utilizar el lenguaje referencial es “subir una escalera y cuando estamos muy arriba tirar la escalera y quedarnos enganchados, pero sin haber subido hasta arriba del todo”, porque las preguntas sobre el sentido de la vida y Dios no están respondidas, quedarían sin lenguaje. Todas las afirmaciones que ha hecho la historia de la filosofía sobre Dios han sido realizadas cuando “el lenguaje se ha ido de vacaciones”, o lo que es lo mismo, el lenguaje referencial se ha extralimitado.
Wittgenstein, que lee a Schopenhauer, afirma que la representación del mundo no es algo visual como afirma Schopenhauer, es a través del lenguaje. La última frase del “Tractatus” dice: “Hay una relación isomórfica entre lenguaje y mundo, de tal modo que a un hecho del mundo le corresponde una proposición del lenguaje”. Ej: Si alguien me dice, tengo un dolor de muelas muy fuerte, entenderé un hecho de mi mundo, pero “de lo que no se puede hablar mejor guardar silencio”. Esto hace relación al problema de Dios.
Wittgenstein no es ateo, tampoco es teísta (que cree en Dios), es agnóstico, ni afirma ni niega a Dios.
Wittgenstein dice: “Lo sorprendente no es como sea el mundo, lo que nos sorprende es que haya un mundo fuera de nosotros”.
Existe una relación entre lenguaje y pensamiento, no hay pensamiento sin lenguaje que lo atraviese, no podemos pensar sin un lenguaje determinado, por lo tanto, los límites de mi lengua son los límites de mi pensamiento.
La actividad filosófica debe ser una clarificación lógica de los pensamientos, la filosofía debe ayudarnos a salir de los falsos problemas (“Como una mosca que quiere salir de una botella”). Dios es un falso problema.
El segundo Wittgenstein: Las investigaciones filosóficas
“Las Investigaciones Filosóficas” será su segundo libro, donde expone un pensamiento totalmente diferente. Se aleja de la teoría referencialista del lenguaje que dice que a una proposición del lenguaje le corresponde un hecho del mundo, y reivindica una manera para entender el lenguaje. El concepto más importante de estas investigaciones filosóficas será el de juegos de lenguaje. Los juegos del lenguaje entienden el significado de una palabra cuando las utilizamos, dentro de la vida humana vivir es utilizar palabras. “Las palabras son como un martillo, que sirve para clavar un clavo, para desclavarlo o para golpear un objeto y romperlo, bueno pues las palabras son como un martillo que dependiendo de su uso significan diferentes cosas”. Ej: Ordenar algo a una persona, contar un chiste, pedir socorro o auxilio, saludar a alguien, son cuatro ejemplos de juegos del lenguaje.
La función de los juegos del lenguaje significa que el lenguaje a parte de referirse al mundo, tiene la función de significar usos distintos del propio lenguaje, es una forma de vivir.
En el Segundo Wittgenstein aparecen dos cuaderno escritos a mano por Wittgenstein, llamados “Cuadernos Azul y Marrón”, y que plantean la siguiente idea: la ética y el problema del bien en los seres humanos entra en el terreno de lo incognoscible, porque al hablar de la ética de una persona entramos en valoraciones y no hablamos del mundo, por tanto, de la belleza y del bien no podemos decir nada, están más allá del mundo, son indecibles.
Las anotaciones que hace en estos cuadernos son a propósito del mundo y sobre la ética, también realiza reflexiones sobre la felicidad y dice: “El mayor error de una persona es no haber sido feliz” es, por tanto, la idea de Wittgenstein retomar el planteamiento eudaimonista, sobre la felicidad aristotélica.
Esta afirmación de Wittgenstein sobre la felicidad es: “Sólo el ser humano que vive en el momento presente, no recuerda el pasado y no anticipa el futuro, será feliz”.
Wittgenstein retoma y considera valiosa la visión de Nietzsche sobre el lenguaje y la capacidad que tiene el lenguaje de comprender el mundo, siendo la poesía un juego del lenguaje y el poema es el ejercicio más claro.
J. Ortega y Gasset (1883-1955)
La filosofía según Ortega
La filosofía, para Ortega, es algo vital, algo necesario. La filosofía es algo “asistemático, nada rígido ni estructurado, sino flexible, abierto, vivo, como la propia vida”.
Según J. Ferrater Mora, se distinguen dos periodos claramente diferenciados en la filosofía de Ortega:
- Perspectivismo: Periodo que va desde el año 1910 hasta 1923. Se caracteriza por la crítica al idealismo y al realismo. Publica las Meditaciones del Quijote, El espectador, España invertebrada…
- Raciovitalismo: Es el más importante. Se extiende del año 1923 a 1955. Publica, entre otras, El tema de nuestro tiempo, La rebelión de las masas o Historia como sistema.
El perspectivismo
El perspectivismo se convierte en piedra angular de su teoría del conocimiento: no hay un sólo punto de vista absoluto sobre la realidad, sino diversas perspectivas complementarias (Dilthey). El yo es un punto de vista que selecciona las impresiones. Hay tantas perspectivas como individuos (en cada una de las cuales influye la biografía, la imaginación personal, la sensibilidad del individuo, los deseos…). La razón del hombre debe dominar la circunstancia que su perspectiva le ofrece y así humanizarla: es una razón vital, no una abstracción.
El punto de vista individual es el único desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. La realidad aparece a cada uno según la perspectiva ocupada por él. Nadie puede captar la totalidad: las perspectivas, los distintos puntos de vista son infinitos, y cada uno contempla la realidad que le ha tocado vivir. Por eso, cada uno tiene la misión de buscar la verdad. Nadie tiene toda la verdad (Dilthey), pero cada cual aplica la razón a la vida, y entonces se van uniendo las distintas visiones particulares en una visión global, en una verdad, que se articula componiendo el gran cuerpo, el gran paisaje, de la verdad total.
El perspectivismo orteguiano se opone tanto al idealismo como al realismo. Contra el idealismo afirma que el sujeto no es el eje en torno al cual gira la realidad; contra el realismo afirma que el sujeto no es un simple trozo de la realidad, ni un ser abstracto: es una realidad concreta que vive aquí y ahora.
El realismo:
El realismo es una actitud que supone que la verdadera realidad son las cosas en sí, es decir, que las cosas son independientes de mi pensar. En el realismo, el yo centra la atención en las cosas que le rodean, y éstas impiden que el yo se dé cuenta de sí mismo. Es la actitud natural del yo para el que sólo existe el cosmos compuesto de cosas corporales.
El realismo, partiendo de esta concepción de las cosas llega al concepto de substancia. ¿Cómo es posible que una cosa esté siempre cambiando y al mismo tiempo sea la misma a lo largo del tiempo? La solución la encuentra en el concepto de substancia: el sujeto permanente de las variaciones o accidentes en las cosas.
Así es el realismo antiguo, el griego: parte de la existencia de las cosas y no duda de ello en absoluto. Para Ortega esto constituye una ingenuidad filosófica, porque se deja de lado la distorsión que de la realidad hace el sujeto de conocimiento, la intimidad de la conciencia. No se puede admitir que el sujeto sea un simple trozo de la realidad, una cosa más del cosmos: el sujeto es el que recibe todas esas impresiones que selecciona y vive como algo suyo. El realismo no ha sabido dar importancia al yo y ha quedado absorbido por el mundo exterior.
El idealismo:
Hay que tener presente que la formación de Ortega en la escuela neokantiana de Marburgo fue idealista: de ahí surge su crítica al realismo. Pero su contacto con el vitalismo y el historicismo de Dilthey le apartaran del idealismo.
Descartes es el primero que pone en tela de juicio el realismo, sentando los pilares de un idealismo que producirá la tendencia al subjetivismo moderno: las cosas no son seguras, podemos estar equivocados con respecto a ellas. Como consecuencia admitimos como realidades cosas que no lo son. De lo único que puedo no dudar es de mi pensamiento.
En esto consiste el auténtico subjetivismo (solipsismo). El yo, el sujeto, hace suyo el mundo exterior que desaparece. Sólo queda el yo. Las consecuencias son claras:
- Toda la filosofía se levanta sobre la razón del sujeto.
- Sólo puedo estar seguro de las cosas en cuanto las pienso. La realidad exterior se reduce a experiencia interior.
- El pensamiento se convierte en una realidad substancial.
- El yo pasa a primer plano. Las cosas son en tanto son ideas mías. El ser de las cosas depende del yo.
Según Ortega, el idealismo tiene razón al afirmar que yo no puedo saber de las cosas más que en cuanto estas son pensadas por mí. Pero, del mismo modo no cabe hablar del yo sin las cosas, sin el mundo. Mi yo es inseparable del mundo. Yo soy para el mundo y el mundo es para mí. Si no hay cosas que ver, pensar, querer o imaginar, ni veríamos, ni pensaríamos, etc.; es decir, no seríamos. El pensamiento es una relación: un sujeto que piensa una cosa. No hay pensamiento sin sujeto que piense, ni puede haber sujeto que piense sin pensamiento que pensar, luego el pensamiento no es una substancia independiente del sujeto, por tanto, del mundo al que ese sujeto pertenece.
El idealismo, además, va contra la vida. Convence al hombre de que cuanto le rodea no es más que imagen creada por él, por su pensamiento. Es preciso superarlo. La “tarea de nuestro tiempo” consiste en la reforma radical de la filosofía, la invalidación del concepto tradicional de ser, la ruptura con el ideal esencial. El ser en sentido tradicional es una ingenuidad. El dato radical no es el ser, el descubrimiento de lo substancial o esencial, sino el descubrimiento de la “Vida” como realidad radical, lo que supone la superación del idealismo y del realismo. Según Ortega:
- Lo que los filósofos han llamado “ser” es algo inventado por el hombre;
- el ser no es una realidad, sino al contrario, la realidad es anterior al ser;
- el ser es una interpretación de “lo que hay”, y esto no es algo que el hombre pone, sino aquello que se le impone por sí mismo
- lo que hay es más bien algo incompleto: es un intento de ser, no es nunca un ser completo. Lo cual enlaza perfectamente con el raciovitalismo de Ortega.
El raciovitalismo
El raciovitalismo es la teoría del conocimiento que partiendo de la vida pretende reconciliarla con la razón. Pretende ser un punto medio entre el racionalismo (Kant) y el vitalismo (Nietzsche). Reconoce el valor de la razón, pero también sus raíces irracionales (intuición). La razón, como ya sostuviera Unamuno, ha de estar al servicio de la vida. Toda razón es vital porque da razón, cuenta, de los hechos vitales biológicos e históricos. El hombre es un ser dotado de razón, de una razón que tiene que usar sobre todo para vivir. El hombre ha tenido que inventar la razón para no perderse en el Universo.
La vida es la realidad radical dentro de la cual se encuentran las demás realidades. La vida de cada cual es la existencia particular y concreta: esa realidad humana en su concreto vivir histórico es el centro de atención de la filosofía de Ortega, subrayando el carácter racional (contra Unamuno y Nietzsche) que tiene la vida.
Ahora bien, no hay que confundir la razón vital defendida por Ortega con la razón en sentido tradicional. Desde Grecia hasta Kant, pasando por los racionalistas, se ha entendido la razón como facultad que capta la esencia de las cosas, lo inmutable. Se trata de la razón pura. El “cordialismo unamuniano”, la razón cordial imbricada en la vida viene a devolver su dimensión existencial a la razón en cuanto la considera al servicio del instinto de perpetuación. Lo mismo sucede con la razón vital de Ortega, constitutivamente histórica. La razón histórica no es un “factum”, un hecho acabado o consumado, sino algo que “fluye” (influencia del vitalismo), que está en constante devenir.
Así las cosas, Ortega considera que lo primero que hay que hacer al filosofar es definir el sentido de mi vida: hay que buscar las categorías del vivir, los conceptos que expresan la peculiaridad del vivir humano. Y vivir es el modo de ser radical: la vida es la realidad última, porque a ella tenemos que referir las demás realidades. Vivir es encontrarse con el mundo, con el de ahora, haciendo lo que se esté haciendo en él. Vivir no es algo abstracto, sino algo personal e intransferible, aquello que nadie puede hacer por mí.
Nuestra vida es una constante decisión en función de algo que queremos conseguir: esto significa el conjunto de apetitos, pasiones e ilusiones que somos cada uno. Vivir es anticiparse, ir prefigurando el futuro; vivir es pre-ocuparse, un continuo quehacer. Nada se nos da hecho.
Y como nada se nos da hecho, la vida es un problema que necesitamos resolver. Por eso la vida tiene que proyectarse, hacerse proyecto escogiendo dentro del abanico de posibilidades que ante ella despliega el mundo. La vida es entonces libertad, conciencia de nuestras elecciones y de lo que nos rodea. Hemos sido arrojados a una vida que supone una totalidad: persona, mundo, circunstancias…
Razonar significa referir algo a la totalidad de mi vida, por eso la vida misma funciona como razón. Esa razón vital que lleva a comprender al hombre en una dimensión más compleja que la definición estática de la razón pura: “yo soy yo y mi circunstancia”, dice Ortega.
Esta fórmula de Ortega (1914) quiere expresar la interrelación obligada del yo con el mundo como un todo concreto e indiviso, irrepetible, del que hay que partir para entender al hombre y al mundo. El núcleo o realidad radical de ese todo unitario y circunstanciado es la vida misma del hombre:
Yo soy yo:
En la filosofía de Ortega la vida se individualiza, se subjetiviza. El hombre tiende a su yo, a su mismidad (ser uno mismo, serse, Unamuno). La persona humana tiene que ser auténtica y conservar su vida íntima, su conciencia, sin perder la visión del mundo exterior.
Y mi circunstancia:
Mi vida no soy yo solo, sino toda la realidad que me rodea y determina. La circunstancia es todo lo que interviene en la vida del hombre y es utilizado por él para hacerse a sí mismo. La circunstancia es el tiempo presente. El pasado y el futuro sólo tienen sentido y son algo en la medida en que se hacen presentes de algún modo. Inseparable de mi yo, mi vida se va haciendo con las circunstancias, todo lo que no soy yo, los demás, los usos sociales, las creencias, las ideas, las opiniones, en definitiva, todo lo que aparece a mi alrededor.
La vida humana, por tanto, es un proyecto, un “poema” que el hombre tiene que inventar. El hombre, como continuo quehacer, se proyecta hacia el futuro construyendo su “modelo” en el presente, su paradigma. El destino de la vida humana es “salvarse”, vivir en el maremagnum que es el mundo sin renunciar a su mismidad y autenticidad.
El tema de nuestro tiempo: Historicismo
La vida del hombre no es naturaleza estática, no es algo acabado, inmutable, sino que es historia, se está haciendo. El hombre vive en un determinado momento, en un tiempo, en una época histórica. Y ese tiempo es el que hay que asumir, no sólo racionalmente, sino vitalmente. La labor de cada época es siempre una misión que mira al futuro, porque la vida se hace en la historia. De ahí que Ortega afirme que el tema de nuestro tiempo es superar el idealismo; el reto que nos lanza la historia en esta época es vivir el presente, no como realidad esencial, sino como parte de la historia.
En cada época hay una forma de vida (creencias, ideas, usos, problemas, costumbres…) que dura aproximadamente quince años, por eso en un mismo tiempo coexisten varias generaciones. Esta coexistencia posibilita la innovación: si todos los contemporáneos fuesen coetáneos (de igual edad), la historia se detendría anquilosada, porque cada generación tiene dos dimensiones:
- la recepción de lo vivido por las otras;
- el fluir de su propia espontaneidad.
Cuando estas dos dimensiones no coinciden, cuando el proceso de enculturación (socialización) falla, hay rebeldía ante lo recibido, produciéndose la polémica generacional y la posible innovación. Toda generación tiene su misión propia, su vocación, su propia tarea histórica. De ahí que cada generación se tenga que plantear su tarea, su vida hacia el futuro en la propia dimensión histórica. Al tiempo, en cada generación se dan dos tipos de personas:
- una minoría selecta (la élite);
- una masa indiferenciada (el pueblo).
La élite está formada por hombres creadores de un proyecto de vida y su misión es dirigir a las masas. La misión de las masas es obedecer las directrices de las élites. Como esto no se ha realizado en Europa, se ha creado una gran confusión entre quién ha de mandar y quién obedecer; y de ahí que todo marche mal: Europa no sabe si manda, España no sabe si obedece, lo cual provoca la desmoralización e imposibilita la europeización de España (a la cual, dicho sea de paso, se opuso con tesón Unamuno, partidario de una “españolización” de Europa). España, piensa Ortega, está “invertebrada”, las masas se rebelan y no quieren someterse a las orientaciones de la élite, lo que supone el caos y el involucionismo para España, su decadencia y empobrecimiento.