San Agustín: Filosofía, Dios y la Ciudad de Dios

San Agustín

1. Fe y Razón en Agustín: Creer para Entender

El cristianismo es una religión basada en la fe. Para Agustín, la verdad en el cristianismo es compatible con la razón. La verdad solo es una, y la razón y fe colaboran para alcanzarla.

La razón puede ayudar al hombre a alcanzar la fe, pues ejercida correctamente nos acerca a algunas verdades del cristianismo. Sin embargo, y contra lo que pretende el racionalismo extremo, solamente con la razón no podemos alcanzar toda la verdad.

Los “misterios” (Encarnación de Cristo, redención del pecado, resurrección…) requieren de la fe en la Revelación, para que oriente e ilumine a la razón, pues solo quien tiene fe entiende. La razón aclara los contenidos de la fe, pues (contra el fideísmo extremo) el ser humano necesita entender aquello en lo que cree.

Fe y razón forman en Agustín una unidad indisoluble: creo para entender, entiendo para creer, aunque la primacía está claramente del lado de la fe.

Esta total subordinación de la razón a la fe será una característica de la filosofía cristiana posterior, hasta la nueva interpretación de ambas aportada por Tomás.

2. La Libertad y el Problema del Mal

Para enfrentar el problema del mal, Agustín distingue entre el mal físico o mal natural (enfermedades, catástrofes naturales, muertes…) y el mal moral (el pecado).

Sostiene, influido por el neoplatonismo, que el mal físico es carencia, privación, es decir, no ser. Por lo tanto, en realidad no “es”; luego Dios no lo creó. Todo lo creado por Dios es bueno en la medida en que participa de Él.

El mal físico entró en el mundo a causa del mal moral, del pecado cometido por Adán y Eva. Su pecado consistió en desobedecer la voluntad divina, prefirieron el amor de sí mismos y a las cosas del mundo al amor de Dios. Se alejaron de Él y transmitieron su pecado a la humanidad.

¿Por qué Dios dotó al hombre de libre albedrío si sabía que iba a pecar y condenarse? Además, si Dios sabe lo que vamos a hacer, ¿somos realmente libres, y por lo tanto responsables de nuestros actos?

El libre albedrío es en sí mismo un bien que Dios amorosamente concedió al ser humano, pero conlleva inevitablemente la posibilidad de su mal uso. Los hombres podemos elegir el bien o el mal, somos moralmente responsables. A causa del pecado original que todos hemos heredado, aunque elijamos el bien, carecemos de libertad, verdadera capacidad para realizarlo (contra el pelagianismo: el ser humano no hereda el pecado original y sus buenas obras podían atribuírsele, haciendo innecesaria la gracia de Dios). Solo con la ayuda de la gracia (que Dios concede a unos pocos) recuperamos esa libertad perdida, y podemos hacer el bien. El mal que hacemos es obra nuestra y el bien que hacemos, de Dios.

Agustín acepta la idea de la predestinación (Dios sabe desde siempre quiénes se salvarán y quiénes se condenarán), pero afirma que esto en nada disminuye nuestra responsabilidad moral, pues la omnisciencia divina no elimina el libre albedrío.

3. Filosofía de la Historia: Ciudad Terrena y Ciudad de Dios

San Agustín puede ser considerado el primer escritor que pensó el sentido de la historia universal. Adoptó la visión lineal del tiempo: la historia tuvo un principio (la Creación y la Caída) y avanza a través de sucesivos acontecimientos (entre los que destaca la Encarnación del Hijo) hasta el fin de los tiempos y el Juicio Final.

Por otro lado, las acusaciones de los paganos a los cristianos llevaron a Agustín a escribir La Ciudad de Dios para defender al cristianismo.

San Agustín adopta una perspectiva moral. Divide la humanidad en dos grupos: el de los que se aman a sí mismos “hasta el desprecio de Dios” y el de aquellos que aman a Dios “hasta el desprecio de sí mismos”. Los primeros constituyen la ciudad terrena, la de los pecadores; los segundos, la ciudad de Dios, la de los agradecidos que se salvarán.

La historia constituye una lucha entre estas dos ciudades, entre el bien y el mal, hasta el triunfo definitivo de la Ciudad de Dios. Así, las desgracias de Roma no se deben al cristianismo, sino a la inmoralidad de los romanos y, sobre todo, a que el Imperio ya ha cumplido su función en el proyecto divino: la unificación territorial y lingüística que favoreció la difusión del mensaje cristiano. Además, la inminente sociedad cristiana iniciará una nueva y mejor etapa histórica en el camino de la humanidad hacia la salvación.

No se puede identificar la Ciudad terrena con el Estado y la de Dios con la Iglesia, pues ambas ciudades caminan mezcladas y la separación de los ciudadanos de una o otra solo tiene lugar con el Juicio Final.

Sin embargo, San Agustín insiste en que ningún Estado puede ser justo a menos que su actuación esté guiada por los principios morales del cristianismo. La Iglesia defenderá durante la Edad Media que su poder ha de estar por encima del poder temporal, que el Emperador ha de estar sometido al Papa.

4. La Felicidad y la Posesión de Dios

Alcanzar la felicidad es el tema fundamental de todas las escuelas filosóficas de la época: los epicúreos la identifican con el placer moderado, para los estoicos reside en la aceptación del destino y los escépticos creen encontrarla en la tranquilidad.

Agustín conocía todas estas éticas y compartía su eudemonismo: identificar el bien con la felicidad. Porque, según él, todas estas filosofías caen en el mismo error: todas presumen que el hombre puede ser autárquico, es decir, obtener la felicidad con sus propias fuerzas. Ignoran que somos criaturas dependientes de Dios y, lo que es peor, seres caídos, nacidos con el pecado original, que nos arrastra hacia el mal y nos aparta del verdadero bien.

Así, es feliz quien posee a Dios: solo es feliz aquel que tiene todo lo que desea, siempre que lo que desea sea un bien. Ha de tratarse de un bien permanente, que no pueda perderse, pues si no, temeríamos perderlo y no seríamos felices. Dios es el único bien permanente: por lo tanto, en su posesión consiste la felicidad. ¿Quién posee a Dios? El que obra rectamente, cumpliendo su voluntad en todo (obediencia a Dios) y está limpio de espíritu impuro.

En resumen, posee a Dios y es feliz quien le ama por encima de todo y ama al prójimo y a la Creación entera por amor a Dios. La felicidad en esta vida solo puede ser una pálida imagen de la felicidad verdadera, de la que gozarán los bienaventurados en la vida eterna.

5. La Existencia de Dios y las Ideas Ejemplares

San Agustín no se preocupa de elaborar pruebas sistemáticas de la existencia de Dios, dado que escribía para creyentes y la consideraba algo evidente. Sin embargo, pone diversos argumentos tradicionales que la ponen de manifiesto. Entre ellos, que a partir del orden observable en el mundo concluye la existencia de un ser superior ordenador, o el basado en el acuerdo, que recalca la universalidad de la creencia en dioses por parte de todos los pueblos conocidos.

Pero el argumento más original de Agustín es el de las Verdades Eternas. En el fondo de nuestra alma, encontramos unos principios o verdades eternas, “verdades que no son tuyas, ni mías, ni de nadie, sino que se hallan presentes en todos nosotros y se ofrecen a todos de la misma manera”. El fundamento de tales verdades inmutables no puede estar en mi alma, que es mudable, sino que ha de estar en un ser inmutable y eterno, es decir, en Dios.

Las Ideas Ejemplares

La Creación es el resultado de un acto libre de Dios. No obstante, las esencias de todas las cosas creadas se encontraban en la mente de Dios como Ideas ejemplares o modelos de las cosas, tanto de las creadas en el momento original como las que irían apareciendo con posterioridad, es decir, de todo lo posible, pero no existente todavía. Es el llamado Ejemplarismo, que se complementa con la teoría, de origen estoico, de las razones seminales:

Los seres materiales se componen de materia y forma, no todos han sido creados en acto desde el principio del mundo. En el momento de la Creación, Dios depositó en la materia una especie de semillas, las rationes seminales, que germinarían, dando lugar a la aparición de nuevos seres que se irían desarrollando posteriormente. En el acto de la Creación Dios crea, unos seres en acto y otros en potencia, todos los seres naturales han sido creados desde el principio del mundo, aunque no todos existían en acto desde el principio.

6. Influencia de Platón en Agustín

La afinidad entre el platonismo y el cristianismo es notable. Por eso Agustín, conocedor de Platón, empleará muchas de las ideas platónicas para dar forma a su pensamiento cristiano.

Ambos admiten la existencia de dos mundos: Platón, el Mundo de las Ideas, compuesto por las realidades inmutables y perfectas; y el Mundo Sensible, imitación de aquel, con sus seres en constante cambio. Agustín también describe una doble realidad: por un lado, el Reino de Dios, eterno y origen de todo, y por otro, el mundo físico, creado y en constante evolución.

Ambos defienden el dualismo epistemológico, existen dos tipos de conocimiento. El conocimiento sensible, falso conocimiento, puesto que es un conocimiento sobre la realidad mutable y, por tanto, no verdadera. Por otro lado, el conocimiento racional se ocupa de la realidad verdadera, del conocimiento de las Ideas, que en Agustín es conocimiento de Dios (las Ideas están ahora en la mente divina).

Para Platón, el Bien, por un lado, ilumina el alma para lograr el conocimiento verdadero; por otro, el Bien hace cognoscibles a éstas. Del mismo modo, según Agustín, Dios sitúa a las Ideas eternas (Ideas ejemplares) en el alma humana, e ilumina ésta para que el hombre pueda reconocerlas.

Finalmente, ambos comparten el dualismo antropológico: el hombre es un compuesto de cuerpo y alma. Pero en Platón sólo el alma era de origen divino e inmortal; para el cristianismo (y por tanto para Agustín) también el cuerpo es de origen divino, y su unión con el alma constituye al hombre.

Sin embargo, Platón considera que el alma ya existía en el mundo de las Ideas antes de unirse al cuerpo, y que cuando se une a éste, rememora las Ideas que yacen en el olvido (reminiscencia). Para Agustín, el alma es única para cada ser humano; y el conocimiento consiste en percibir las Ideas eternas puestas por Dios en el interior del alma humana (teoría de la iluminación).