El Reinado de Carlos IV y la Guerra de la Independencia
El reinado de Carlos IV (1758-1808) estuvo marcado por la Revolución Francesa, lo que llevó a una primera fase de neutralidad hacia Francia, con esfuerzos por evitar la propagación de ideas revolucionarias en España. La represión de los “afrancesados” fue liderada por el primer ministro Floridablanca. En una segunda fase, Manuel Godoy reemplazó a Floridablanca y firmó una coalición contra Francia, lo que llevó a España a la guerra con este país. En 1792, se firmó la paz de Basilea, cediendo Santo Domingo a Francia y otorgando a Godoy el título de “Príncipe de la Paz”. Más tarde, España se alió con Francia mediante el Tratado de San Ildefonso (1796), participando en la guerra contra Reino Unido, lo que culminó con la derrota de Trafalgar en 1805.
La situación empeoró cuando España se vio involucrada en el conflicto con Portugal, firmando el Tratado de Fontainebleau en 1807 para permitir el paso de tropas francesas a cambio de una parte de Portugal. No obstante, Napoleón expandió su ocupación hacia toda la península. A nivel interno, la oposición a Godoy creció, y en 1808, el motín de Aranjuez llevó a Carlos IV a abdicar en favor de su hijo Fernando VII. Napoleón aprovechó la situación para forzar a ambos monarcas a abdicar y entregar la corona a su hermano José Bonaparte.
El levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid marcó el inicio de la **Guerra de la Independencia** (1808-1814). España se dividió en dos bandos: los “afrancesados”, que apoyaban a José I Bonaparte, y los patriotas, que luchaban por la restauración de Fernando VII y la defensa de la soberanía nacional. La guerra también se caracterizó por la intervención popular y la táctica de la guerra de guerrillas. La resistencia española fue apoyada por Reino Unido y Portugal, y aunque las tropas francesas ocuparon gran parte del país, los españoles consiguieron victorias clave como la de Bailén (1808) y la posterior retirada francesa hacia el norte.
A lo largo del conflicto, España vivió un doble gobierno: el de José I en las zonas ocupadas por los franceses y las juntas locales y la Junta Central que coordinó la resistencia en las zonas no ocupadas. La guerra resultó en enormes pérdidas humanas y materiales, además de acelerar el proceso de independencia de las colonias americanas. El conflicto terminó en 1813 con la firma del Tratado de Valençay, que restituyó la corona a Fernando VII, pero con un país devastado por la guerra.
Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812
Las **Cortes de Cádiz** nacieron en 1810 como un órgano representativo durante la Guerra de Independencia. Su creación fue el resultado de la necesidad de centralizar el poder tras la invasión napoleónica y la ocupación de gran parte del territorio español. Ante la ausencia del rey, las Cortes se constituyeron como un cuerpo legislativo que representaba la soberanía nacional, una idea radicalmente nueva frente al Antiguo Régimen. El poder ejecutivo fue asumido inicialmente por la Junta Suprema Central, que coordinaba las juntas provinciales y preparaba la convocatoria de unas Cortes extraordinarias. Estas Cortes fueron convocadas en Cádiz en 1810 por un Consejo de Regencia, que organizó las elecciones bajo un sufragio universal masculino indirecto, un avance importante para la participación política.
La composición de las Cortes fue diversa. Aunque la mayoría de los diputados provenían de la clase media urbana y del clero, también hubo representación de la nobleza y los militares. A lo largo de su existencia, se formaron tres bloques ideológicos. Los **liberales** abogaban por reformas radicales, deseaban establecer una constitución basada en los principios de la Revolución Francesa y la soberanía nacional. Los **absolutistas** (o serviles) defendían el Antiguo Régimen y la soberanía real, mientras que los **jovellanistas** (ilustrados) optaban por una postura intermedia, buscando reformas moderadas.
La principal tarea de las Cortes fue redactar una Constitución que estableciera los principios de un nuevo modelo de organización política y social. El decreto de constitución de las Cortes de Cádiz dejó claro que la soberanía nacional recaía en las Cortes, y no en el monarca, eliminando la base absolutista del poder real. Además, se estableció la división de poderes del Estado, lo que implicó que el poder legislativo recayera en las Cortes, el poder ejecutivo en el rey, pero condicionado por el gobierno y las decisiones del parlamento, y el poder judicial se organizó en tribunales independientes.
La **Constitución de 1812**, conocida popularmente como “La Pepa”, fue promulgada el 19 de marzo de 1812. Consta de 384 artículos y establecía una monarquía parlamentaria moderada, con una serie de limitaciones al poder del rey. En esta nueva organización, el rey conservaba el poder ejecutivo, pero sus decisiones necesitaban la aprobación de las Cortes y la ratificación de los ministros, quienes eran designados por el monarca, pero debían ser refrendados por el parlamento. Además, se establecía el principio de igualdad ante la ley, lo que ponía fin al sistema estamental y eliminaba los privilegios de la nobleza y el clero.
Uno de los aspectos más significativos de esta constitución fue la igualdad de derechos entre españoles y americanos, lo que constituyó un primer paso hacia la integración de las colonias en el nuevo orden liberal. En cuanto a la religión, la católica fue declarada como la única de la nación, consolidando el Estado confesional, lo que limitaba la libertad de culto.
Aunque las reformas propuestas por la Constitución de 1812 no pudieron aplicarse de inmediato debido a las circunstancias de la guerra y la restauración del absolutismo, la Constitución de Cádiz se consolidó como un referente del liberalismo español y un modelo que influiría en los futuros movimientos constitucionales de América Latina y Europa. A pesar de su aplicación limitada, sus principios fueron fundamentales para el desarrollo de las ideas liberales en España y las futuras generaciones de republicanos y constitucionalistas.
El proceso de independencia de las colonias americanas y el legado español
El proceso de independencia de las colonias americanas, protagonizado por los criollos, transcurrió entre 1810 y 1824, llevando a la mayoría de las colonias españolas en América a su emancipación. Las causas principales fueron económicas (rechazo a las restricciones comerciales impuestas por España), políticas (falta de representación en instituciones como las Cortes de Cádiz) e ideológicas (influencia de la Ilustración, el liberalismo y los movimientos revolucionarios de Estados Unidos y Francia).
En la Primera Etapa (1810-1814), la debilidad de España por la invasión napoleónica impidió el envío de tropas, lo que permitió el inicio de las rebeliones. En el Virreinato del Río de la Plata, Buenos Aires organizó un movimiento liderado por San Martín, que consolidó la independencia de Argentina (1816) y Chile (1817). En el Virreinato de Nueva Granada, Bolívar y Miranda comenzaron la lucha en Caracas, aunque fracasaron inicialmente. En México, el sacerdote Hidalgo lideró una revuelta con reivindicaciones sociales como la abolición de la esclavitud, pero fue sofocada.
La Segunda Etapa (1814-1824) estuvo marcada por el apoyo de potencias extranjeras como Inglaterra y Estados Unidos, y la imposibilidad de España de reforzar su posición tras el pronunciamiento del general Riego en 1820. Bolívar lideró la emancipación de Colombia, Venezuela y Ecuador, formando la Gran Colombia (1821), y posteriormente, junto con San Martín, liberó Perú. La victoria en Ayacucho (1824) marcó el fin de la dominación española. México alcanzó su independencia bajo Iturbide en 1822, y en 1825, el Alto Perú se convirtió en Bolivia.
Para España, la emancipación significó la pérdida de su imperio colonial (conservando solo Cuba, Puerto Rico y Filipinas), así como la desaparición del monopolio comercial y una importante fuente de ingresos fiscales. En América, nacieron nuevas naciones gobernadas por élites criollas, con regímenes caudillistas que excluyeron a mestizos, indígenas y afrodescendientes, perpetuando la desigualdad social.
El legado español en América fue profundo: institucional (cabildos, audiencias, universidades), económico (introducción de nuevos cultivos y técnicas agrícolas) y cultural (la lengua española, la religión católica y un patrimonio arquitectónico y artístico). Aunque los vínculos con España se rompieron políticamente, muchos aspectos de la cultura y organización hispana se conservaron en las nuevas repúblicas.
La Guerra Carlista (1833-1840) y la transición al liberalismo en España
La **Guerra Carlista** (1833-1840) y la transición al liberalismo en España marcaron una división ideológica y social de gran relevancia. Este conflicto surgió a raíz de la disputa sucesoria entre los partidarios de Carlos María Isidro, que defendían el Antiguo Régimen, y los seguidores de Isabel II, que promovían un modelo liberal.
Los **carlistas**, identificados con el lema *Dios, Patria, Fueros y Rey*, apoyaban la monarquía absoluta, los valores tradicionales del catolicismo conservador y la pervivencia de los fueros. Su base social se encontraba en las zonas rurales, especialmente en Navarra, el País Vasco, Cataluña y Aragón, con el respaldo de campesinos, clero y sectores antiliberales. Para ellos, las reformas liberales representaban una amenaza al sistema tradicional de propiedad y al poder de la Iglesia.
En contraposición, los **liberales** defendían principios como la soberanía nacional, la separación de poderes, una Constitución y las libertades individuales. Liderados por Isabel II y la regente María Cristina, los liberales contaron con el apoyo de la burguesía urbana, parte del clero y sectores de la nobleza. Este grupo buscaba sustituir el régimen absolutista por un sistema parlamentario que asegurara la representación política y la modernización económica.
La guerra se desarrolló en tres fases principales:
- Primera fase (1833-1835): Bajo el liderazgo militar de Zumalacárregui, los carlistas consolidaron su posición en el norte, organizando un ejército de voluntarios y tomando varias plazas. Sin embargo, su intento de capturar Bilbao fracasó, y Zumalacárregui murió durante el sitio, debilitando al bando carlista.
- Segunda fase (1835-1837): Los carlistas avanzaron hacia el centro y el sur del país, llegando a sitiar nuevamente Bilbao y tomando Córdoba. Sin embargo, el general Espartero lideró la defensa liberal, derrotando a los carlistas en el puente de Luchana (1836), lo que aseguró la liberación de Bilbao y marcó un punto de inflexión en el conflicto.
- Tercera fase (1837-1840): Las divisiones internas entre los carlistas apostólicos, que querían continuar la guerra, y los marotistas, que preferían pactar, precipitaron su derrota. En 1839, el Convenio de Vergara, negociado entre el general Espartero y Maroto, puso fin al conflicto en el norte. Este acuerdo permitió a los carlistas integrarse en el ejército español y conservar los fueros en Navarra y el País Vasco.
En paralelo, la regencia de María Cristina (1833-1840) fue un periodo de transición política hacia el liberalismo. Aunque María Cristina era partidaria del absolutismo, dependía del apoyo de los liberales para mantener a Isabel II en el trono. Durante este tiempo, se implementaron medidas como la desamortización de Mendizábal, que buscaba financiar la guerra y debilitar el poder económico de la Iglesia. Además, se promulgó la Constitución de 1837, que reconoció la soberanía nacional, la división de poderes y amplió derechos ciudadanos, aunque mantuvo limitaciones como el sufragio censitario.
Tras la guerra, el prestigio del general Espartero lo llevó a ser nombrado regente en 1840. Su regencia (1840-1843) estuvo marcada por un gobierno autoritario y la implementación de políticas librecambistas, como la apertura del mercado español a productos británicos. Estas medidas generaron descontento, especialmente en Cataluña, donde el bombardeo de Barcelona en 1842 provocó una fuerte oposición al regente. Finalmente, el pronunciamiento militar liderado por Narváez en 1843 forzó la renuncia de Espartero, poniendo fin a su regencia.
El periodo comprendido entre 1833 y 1843 dejó profundas consecuencias políticas y sociales en España. La Guerra Carlista evidenció la brecha entre el tradicionalismo rural y el liberalismo urbano. El ascenso del liberalismo supuso el fin del Antiguo Régimen y la consolidación de un Estado dominado por la burguesía y los militares. Sin embargo, la división entre progresistas y moderados dentro del liberalismo generó conflictos internos que continuarían marcando la política española durante el resto del siglo XIX.
Isabel II: El Reinado Efectivo, Grupos Políticos y Constitucionales
El reinado efectivo de Isabel II (1844-1868) estuvo marcado por la inestabilidad política, la consolidación del liberalismo conservador y la creciente división social. Durante este periodo, Isabel II mostró una clara preferencia por los sectores moderados, liderados por figuras como Narváez y Bravo Murillo, relegando a los progresistas al margen del poder. Los progresistas solo podían acceder al gobierno mediante pronunciamientos militares exitosos, evidenciando el protagonismo de los militares en la política del periodo.
En 1844, tras adelantar la mayoría de edad de Isabel II, comenzó la década moderada (1844-1854), caracterizada por el gobierno autoritario de Narváez. Bajo su liderazgo, se estableció un Estado centralizado, eliminando fuerzas políticas opositoras como la Milicia Nacional y limitando las libertades públicas. La Constitución de 1845, de corte conservador, consolidó la soberanía compartida entre el rey y las Cortes, aumentó los poderes del monarca, restringió los derechos individuales y reafirmó al catolicismo como religión oficial. Asimismo, se firmó el Concordato de 1851 con la Iglesia, que aceptaba las desamortizaciones a cambio de que el Estado garantizara el culto y los privilegios eclesiásticos.
A pesar de los intentos de estabilización, el gobierno moderado se deterioró hacia 1849, debido a la corrupción y el descontento político y social. Paralelamente, entre 1846 y 1849 se desarrolló la Segunda Guerra Carlista, desencadenada por el rechazo de Carlos VI al matrimonio de Isabel II con Francisco de Asís. Aunque este conflicto tuvo menos impacto que el primero, afectó especialmente a Cataluña y terminó con la derrota carlista.
En 1854, una coalición entre progresistas y moderados descontentos llevó al Bienio Progresista (1854-1856), iniciado por la Vicalvarada, un levantamiento militar liderado por O’Donnell y Dulce. Isabel II se vio obligada a ceder el gobierno a Espartero y a O’Donnell, formando una coalición entre progresistas y unionistas. Durante este periodo se aprobaron importantes reformas, como la desamortización de Madoz (1855), que afectó bienes municipales, y un proyecto constitucional en 1856 que buscaba ampliar derechos políticos. Sin embargo, crecieron los conflictos laborales con las primeras huelgas obreras en España.
El bienio concluyó con la dimisión de Espartero y el retorno de los moderados al poder, dando inicio a una etapa de alternancia política (1856-1868) entre moderados, liderados por Narváez, y la Unión Liberal, encabezada por O’Donnell. Esta última, nacida como una vía centrista en 1854, buscaba la estabilidad política sin una base ideológica definida.
En 1858, O’Donnell lideró un gobierno relativamente estable que impulsó obras públicas, fomentó el desarrollo industrial y financiero, y llevó a España a participar en conflictos internacionales como la Guerra de Marruecos (1859-1860). Sin embargo, su dimisión en 1863 dejó un vacío que los moderados intentaron llenar sin éxito, lo que agravó la crisis del régimen.
Los últimos años del reinado de Isabel II estuvieron marcados por la represión política, la corrupción y el descontento social. En 1866, los progresistas, demócratas y republicanos firmaron el Pacto de Ostende, una alianza para derrocar a la monarquía. El descontento culminó en la Revolución de 1868, liderada por Prim, Serrano y el almirante Topete. El triunfo de los revolucionarios en la Batalla de Alcolea obligó a Isabel II a exiliarse, poniendo fin a su reinado y abriendo paso a la etapa del Sexenio Democrático (1868-1874).
El periodo de Isabel II dejó un legado de inestabilidad política, con un liberalismo incapaz de integrar las demandas sociales emergentes y un sistema político dominado por el autoritarismo y el militarismo.
El Sexenio Revolucionario (1868-1874): Constitución de 1869, Gobierno Provisional, Reinado de Amadeo de Saboya y Primera República
El **Sexenio Revolucionario** fue un periodo de transición que comenzó con la Revolución Gloriosa (1868), que derrocó a Isabel II, y finalizó con la restauración borbónica en Alfonso XII. La revolución, liderada por Topete, Prim y Serrano, y apoyada por las Juntas Revolucionarias, triunfó tras la Batalla de Alcolea, obligando a Isabel II a exiliarse.
Tras la revolución, un Gobierno Provisional encabezado por Serrano como Regente y Prim como Presidente convocó elecciones mediante sufragio universal masculino y promulgó la Constitución de 1869, la más democrática hasta entonces. Esta establecía una monarquía constitucional, soberanía nacional, sufragio universal masculino, derechos individuales, un Estado aconfesional y Cortes bicamerales.
En 1870, las Cortes eligieron como rey a Amadeo de Saboya. Sin embargo, su reinado (1871-1873) fue inestable, enfrentándose a la oposición de la Iglesia, los carlistas (que iniciaron la Tercera Guerra Carlista), los alfonsinos, los republicanos y los independentistas cubanos. La división entre partidos progresistas debilitó aún más su gobierno, y tras el asesinato de Prim, Amadeo abdicó en 1873.
La **Primera República** (1873-1874) fue proclamada como solución temporal, pero estuvo marcada por inestabilidad y crisis. Cuatro presidentes se sucedieron:
- Figueras, quien convocó elecciones sin éxito.
- Pi y Margall, que propuso una constitución federal pero dimitió por los levantamientos cantonalistas.
- Salmerón, que sofocó estas insurrecciones pero renunció para evitar firmar penas de muerte.
- Castelar, quien gobernó autoritariamente para enfrentar los conflictos internos.
El 2 de enero de 1874, el golpe de Pavía disolvió las Cortes y estableció un gobierno provisional con Serrano, que allanó el camino para la restauración borbónica con Alfonso XII. El Sexenio mostró el anhelo democrático, pero también las profundas divisiones que impedían la estabilidad en España.