El Conflicto de Ultramar: Cuba y Filipinas
Cuba, la Perla de las Antillas
Tras la Paz de Zanjón (1878), los naturales de Cuba esperaban de la administración española una serie de reformas que les otorgasen los mismos derechos de representación política en las Cortes que a los españoles de la península, la participación en el gobierno de la isla, la libertad de comercio y la abolición de la esclavitud, que aún se practicaba con los negros que trabajaban en los ingenios o fábricas de azúcar. Ninguna de estas peticiones había sido tomada en consideración por la administración colonial debido a la rotunda oposición de los grandes propietarios, de los negreros y de los comerciantes peninsulares.
Siguiendo el modelo bipartidista de la península, se crearon en Cuba dos grandes partidos: el Partido Autonomista, integrado en su mayoría por cubanos, y la Unión Constitucional, un partido españolista que contaba con una fuerte militancia de los peninsulares instalados en la isla. El primero de ellos pedía la autonomía para la isla, propugnaba un programa de reformas políticas y económicas sin llegar a la independencia y había conseguido una amplia representación en el parlamento español. El Partido Liberal de Sagasta se mostró proclive a introducir mejoras en la isla, pero durante sus sucesivos mandatos solo llegó a concretar la abolición formal de la esclavitud, en 1888. En 1893 propuso a las Cortes la aprobación de un proyecto de reforma del estatuto colonial de Cuba, pero no prosperó debido a la fuerte presión de los intereses económicos españoles, que no estaban dispuestos a hacer ninguna concesión a la “perla de las Antillas” que los pudiese vulnerar.
La ineficacia de la administración para introducir reformas en la colonia estimuló los deseos de emancipación y el independentismo fue ganando posiciones frente al autonomismo. En 1893, un intelectual, José Martí, fundó el Partido Revolucionario Cubano, cuyo objetivo era la consecución de la independencia y de inmediato consiguió el apoyo exterior, especialmente de Estados Unidos. El independentismo aumentó rápidamente su base social y contó con el respaldo de caudillos revolucionarios como Máximo Gómez, Antonio Maceo y Calixto García, que se habían distinguido en su lucha contra las tropas españolas en la Guerra de los Diez Años y se habían negado a aceptar los acuerdos de Zanjón.
En 1891, el gobierno español elevó las tarifas arancelarias para los productos importados a la isla que no procedieran de la península (Arancel Cánovas). Por aquel entonces, el principal cliente económico de Cuba era Estados Unidos, que adquiría casi la totalidad de los dos grandes productos cubanos, el azúcar y el tabaco, mientras que esa potencia solo podía exportar a Cuba productos con fuertes aranceles de entrada. En 1894, EE.UU. adquiría el 88,1% de las exportaciones cubanas, pero sólo se beneficiaba del 32% de sus importaciones, que seguían procediendo mayoritariamente de España. El presidente norteamericano William McKinley manifestó su protesta ante tal situación y amenazó con cerrar las puertas al mercado estadounidense al azúcar y al tabaco cubanos si el gobierno español no modificaba su política arancelaria en la isla. Al temor a una nueva insurrección independentista, se sumó el recelo a que ésta pudiese contar con el apoyo de Estados Unidos.
La Gran Insurrección
En 1879 se produjo un nuevo conato de insurrección contra la presencia de los españoles en la isla, que dio lugar a la llamada Guerra Chiquita. La sublevación de los mambises –nombre con el que se conocía a los insurrectos cubanos- fue derrotada al año siguiente por falta de apoyos, la escasez de armamento y la superioridad del ejército español. Pocos años después, el Grito de Baire del 24 de febrero de 1895 dio inicio a un levantamiento generalizado. La rebelión comenzó en el este de la isla, en Santiago de Cuba, La Habana. El jefe del gobierno español, Cánovas del Castillo, envió un ejército al mando del general Martínez Campos, que entendía que la pacificación de la isla requería una fuerte acción militar que debía acompañarse de un esfuerzo político de conciliación con los sublevados.
Martínez Campos no consiguió controlar militarmente la rebelión, por lo que fue sustituido por el general Valeriano Weyler, que se propuso cambiar completamente los métodos de lucha e iniciar una férrea represión. Para evitar que los insurrectos aumentasen sus adeptos en el mundo rural, organizó las concentraciones de campesinos, a los que se obligaba a cambiar de asentamiento recluyéndolos en determinados pueblos sin posibilidad de contacto con los combatientes. Weyler trató muy duramente a los rebeldes, aplicando la pena máxima a muchos de ellos, y también a la población civil, víctima del hambre y las epidemias.
En el plano militar, la guerra no era favorable a los soldados españoles, ya que se desarrollaba en plena selva, la manigua, y contra unas fuerzas muy extendidas en el territorio, que se concentraban y dispersaban rápidamente. Ni los soldados españoles estaban entrenados para hacer frente a una guerra de este tipo ni el ejército contaba con los medios adecuados. El mal aprovisionamiento, la falta de pertrechos y las enfermedades tropicales causaron gran mortandad entre las tropas, haciendo de la victoria final un objetivo cada vez más difícil de alcanzar.
En 1897, tras el asesinato de Cánovas y conscientes del fracaso de la vía represiva propiciada por Weyler, el nuevo gobierno liberal lo destituyó del cargo y encargó el mando al general Blanco. Además, inició una estrategia de conciliación con la esperanza de empujar a los separatistas a pactar una fórmula que mantuviera la soberanía española en la isla y evitase el conflicto con Estados Unidos. Para ello decretó la autonomía de Cuba, el sufragio universal masculino, la igualdad de derechos entre insulares y peninsulares y la autonomía arancelaria. Pero las reformas llegaron demasiado tarde: los independentistas, que contaban con el apoyo estadounidense, se negaron a aceptar el fin de las hostilidades, que fue unilateralmente declarado por el gobierno español.
Paralelamente al conflicto cubano, en 1896 se produjo una rebelión en las islas Filipinas. La colonia del Pacífico había recibido una escasa inmigración española y contaba con una débil presencia militar, que se veía reforzada por un importante contingente de misioneros de las principales órdenes religiosas. Los intereses económicos españoles eran mucho menores que en Cuba, pero se mantenían por su producción de tabaco y por ser una puerta de intercambios comerciales con el continente asiático.
El independentismo fraguó en la formación de la Liga Filipina, fundada por José Rizal en 1892, y en la organización clandestina Katipunan. Ambas tuvieron el apoyo de una facción de la burguesía mestiza hispanoparlante y de grupos indígenas. La insurrección se extendió por la provincia de Manila y el general Camilo García Polavieja llevó a cabo una política represiva, condenando a muerte a Rizal a finales de 1896. El nuevo gobierno liberal de 1897 nombró capitán general a Fernando Primo de Rivera, que promovió una negociación indirecta con los principales jefes de la insurrección, dando como resultado una pacificación momentánea del archipiélago.
La Intervención de Estados Unidos
Estados Unidos había fijado su área de expansión inicial en la región del Caribe y, en menor medida, en el Pacífico, donde su influencia ya se había dejado sentir en Hawái y Japón. El interés de Estados Unidos por Cuba había llevado a realizar diferentes proposiciones de compra de la isla, que España siempre había rechazado. El compromiso americano con la causa cubana se evidenció a partir de 1895, cuando el presidente McKinley mostró abiertamente su apoyo a los insurrectos, a los que enviaba armas por vía marítima.
La ocasión para intervenir en la guerra la dio el incidente del acorazado estadounidense Maine, que estalló en el puerto de La Habana en abril de 1898. Estados Unidos culpó falsamente del hecho a agentes españoles y envió a España un ultimátum en el que se le exigía la retirada de Cuba. El gobierno español negó cualquier vinculación con el Maine y rechazó el ultimátum estadounidense, amenazando con declarar la guerra en caso de invasión de la isla. Los dirigentes políticos españoles eran conscientes de la inferioridad militar española, pero consideraron humillante la aceptación, sin lucha, del ultimátum. Comenzaba así la guerra hispano-norteamericana.
Una escuadra mandada por el almirante Cervera partió hacia Cuba, pero fue rápidamente derrotada en la batalla de Santiago, donde se enfrentaron desvencijados contra modernos navíos. Estados Unidos derrotó igualmente otra escuadra española en Filipinas, en la batalla de Cavite. En diciembre de 1898 se firmó la Paz de París por la cual España se comprometía a abandonar Cuba, Puerto Rico y Filipinas, que pasaron a ser un protectorado norteamericano. El ejército español regresó vencido y en condiciones lamentables, mientras muchos españoles se preparaban para evacuar la isla y repatriar sus intereses.
Las Consecuencias del Desastre del 98
Una Crisis Política y Moral
A pesar de la envergadura de la crisis de 1898 y de su significado simbólico, sus repercusiones inmediatas fueron menores de lo esperado. Aunque la guerra comportó notables pérdidas materiales en la colonia, no fue así en la metrópoli, donde la crisis económica fue mucho menor. La necesidad de hacer frente a las deudas contraídas por la guerra cubana promovió una reforma de la hacienda, llevada a cabo por el ministro Fernández Villaverde con la finalidad de incrementar la recaudación a partir de un aumento de la presión fiscal.
Tampoco aconteció la gran crisis política que se había vaticinado y el sistema de la Restauración sobrevivió, asegurando la continuidad del turno dinástico. Sin embargo, algunos de los nuevos gobernantes intentaron aplicar a la política las ideas del regeneracionismo, una corriente muy crítica con el sistema político y la cultura españolas. La crisis política estimuló también el crecimiento de los movimientos nacionalistas, sobre todo en el País Vasco y Cataluña, donde se denunció la incapacidad de los partidos dinásticos para desarrollar una política renovadora y descentralizadora.
De este modo, la crisis del 98 fue fundamentalmente una crisis moral e ideológica, que causó un importante impacto psicológico entre la población. La derrota sumió a la sociedad y a la clase política española en un estado de desencanto y frustración porque significó la destrucción del mito del Imperio español –en un momento en que las potencias europeas estaban construyendo vastos imperios coloniales en Asia y África- y la relegación de España a un papel de potencia secundaria en el contexto internacional. Además, la prensa extranjera presentó a España como una “nación moribunda”, con un ejército totalmente ineficaz, un sistema político corrupto y unos políticos incompetentes. Esa visión cuajó en buena parte de la opinión pública española.
El Regeneracionismo
El fracaso de la revolución de 1868 había dejado una huella importante en los intelectuales progresistas, que consideraban que se había perdido una gran ocasión para modernizar el país. Éste era el sentimiento de un grupo de intelectuales reunidos en la Institución Libre de Enseñanza, creada en 1876, cuando muchos catedráticos abandonaron la universidad al no permitirse la libertad de cátedra. La institución, que tenía en sus filas a intelectuales de la talla de Francisco Giner de los Ríos y estaba profundamente influida por el krausismo, fue una gran impulsadora de la reforma de la educación en España.
Algunos intelectuales formados en la Institución Libre de Enseñanza consideraban que la sociedad y la política españolas, en exceso influidas por la doctrina católica, no favorecían ni la modernización de la cultura ni el desarrollo de la ciencia. Esta corriente, que hablaba con insistencia de la regeneración de España, acabó conociéndose como regeneracionismo. Su mayor exponente fue el aragonés Joaquín Costa, que no sólo era un prolífico escritor sino también el creador de instituciones sociales y económicas como la Liga Nacional de Productores y el inspirador de un partido político, la Unión Nacional, de carácter popular y muy crítico con la Restauración.
La crisis de 1898 agudizó la crítica regeneracionista, muy negativa hacia la historia de España, que denunciaba los defectos de la psicología colectiva española, sostenía que existía una especie de “degeneración” de lo español y que era precisa la regeneración del país, enterrando las glorias pasadas –en palabras de Costa, había que “cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid”-. Los regeneracionistas defendían la necesidad de mejorar la situación del campo español y de elevar el nivel educativo y cultural del país, como refleja el lema, también de Costa: “escuela y despensa”. En la década de 1890 empezó a producirse también una renovación en la ciencia española con la introducción del positivismo, los adelantos de la medicina, la ciencia experimental y la sociología.
Asimismo, un grupo de literatos y pensadores, conocidos como la Generación del 98, intentaron analizar el “problema de España” en un sentido muy crítico y en tono pesimista. Pensaron que tras la pérdida de los últimos restos del Imperio español había llegado el momento de una regeneración moral, social y cultural del país.
El Fin de una Época
El desastre de 1898 significó el fin del sistema de la Restauración, tal como lo había diseñado Cánovas, y la aparición de una nueva generación de políticos, intelectuales, científicos, activistas sociales y empresarios, que empezaron a actuar en el nuevo reinado de Alfonso XIII. Sin embargo, la política reformista de tono regeneracionista que intentaron aplicar los nuevos gobiernos tras la crisis del 98 no llevó a cabo las profundas reformas anunciadas, sino que se limitó a dejar que el sistema siguiese funcionando con cambios mínimos.
La derrota militar tuvo también consecuencias en el ejército, acusado por una parte de la opinión pública de tener gran responsabilidad en el desastre. Frente a un antimilitarismo creciente en determinados sectores sociales, una parte de los militares se inclinó hacía posturas más autoritarias e intransigentes, atribuyendo la derrota a la ineficacia y la corrupción de los políticos. En el seno del ejército fue tomando cuerpo un sentimiento corporativo y el convencimiento de que los militares debían tener una mayor presencia y protagonismo en la vida política del país. Esta injerencia militar fue aumentando en las primeras décadas del siglo XX y culminó en el golpe de Estado de Primo de Rivera, en 1923, que inauguró una dictadura de siete años, y en el protagonizado por el general Franco en 1936, que provocó una guerra civil y sumió a España en una dictadura militar de casi cuarenta años.