España bajo Isabel II: Liberalismo, Conflictos y Modernización (1833-1868)

Introducción: La Revolución Liberal en España

Durante el reinado de Isabel II (1833-1868) se desarrolló en España un proceso de revolución liberal, a la par que en Europa, que destruyó definitivamente las formas económicas, las estructuras sociales y el poder absoluto característico del Antiguo Régimen.

La Primera Guerra Carlista (1833-1840) y el Inicio del Proceso

El proceso empezó con una dilatada guerra civil (Primera Guerra Carlista) entre los partidarios de Don Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, y los isabelinos, defensores de la Pragmática Sanción y de Isabel, hija de dicho rey.

  • Carlistas: Defendían el absolutismo y la sociedad tradicional, bajo el lema “Dios, Patria y Fueros”. Eran en su mayoría miembros de la pequeña nobleza agraria y campesinos del País Vasco, Navarra, Cataluña y zonas de Aragón y Valencia.
  • Isabelinos: Contaban, en principio, con parte de la alta nobleza, de los funcionarios y la jerarquía eclesiástica. Ante la necesidad de ampliar su base social para hacer frente a la guerra, la Regente María Cristina se vio obligada a buscar la adhesión de los liberales, que exigían el fin del absolutismo y del Antiguo Régimen, y la vuelta al sistema elaborado en Cádiz.

La guerra acabó con el Convenio de Vergara (1839), que incluía el compromiso de mantener los fueros de las provincias vascas y Navarra, pero lo más importante es que aceleró de forma irreversible la revolución liberal.

Las Regencias (1833-1843): Desmantelamiento del Antiguo Régimen

Entre 1833 y 1843, durante las Regencias de María Cristina (1833-1840) y el General Espartero (1840-1843), se llevó a cabo el desmantelamiento jurídico del Antiguo Régimen, la consolidación de la propiedad individual y la configuración de un Estado liberal.

Regencia de María Cristina (1833-1840)

El testamento de Fernando VII estableció la creación de un consejo de gobierno que asesorara a la Regente María Cristina, presidido por Francisco Cea Bermúdez. Este proclamó la defensa del absolutismo a la vez que realizaba tímidas reformas administrativas, como la división provincial del país en 49 provincias (1833). Pero el inmovilismo y la extensión de la insurrección carlista convencieron a la regente de la necesidad de nombrar un nuevo gobierno capaz de conseguir la adhesión de los liberales.

Escogió a Francisco Martínez de la Rosa, un liberal moderado, que propuso la promulgación de un Estatuto Real (1834), una carta otorgada incompleta que suponía, en el fondo, solo una convocatoria de unas Cortes extremadamente restrictivas. Larra elaboró un epitafio que decía “Aquí yace el Estatuto; nació y murió en un minuto”, lo que nos hace comprender que sólo sirvió para introducir en la vida española la deliberación pública de los asuntos políticos.

Los progresistas, descontentos con las tímidas reformas y apoyados por la Milicia Nacional y las Juntas revolucionarias, protagonizaron en el verano de 1835 y 1836 una oleada de revueltas urbanas (como el Motín de los Sargentos de La Granja en 1836). Consiguieron que la regente llamara a formar gobierno a un liberal progresista, Mendizábal, que rápidamente, entre agosto de 1836 y finales de 1837 (con interrupciones), asumió la tarea de desmantelar las instituciones del Antiguo Régimen e implantar un sistema liberal, constitucional y de monarquía parlamentaria.

La Reforma Agraria Liberal

Una de sus primeras actuaciones fue la llamada reforma agraria liberal, que consagraba los principios de propiedad privada y de libre disposición de la tierra a través de tres grandes medidas:

  • La disolución del régimen señorial.
  • La desvinculación de las propiedades anteriormente amortizadas (por ejemplo, los mayorazgos).
  • La desamortización de bienes eclesiásticos: disolución de las Órdenes religiosas (excepto las dedicadas a enseñanza y asistencia hospitalaria) y la incautación por parte del Estado del patrimonio de las comunidades afectadas, que fue vendido en pública subasta (Desamortización de Mendizábal, 1836-1837).

La Constitución de 1837

En verano de 1836, tras el Motín de La Granja, María Cristina restableció la Constitución de 1812 y nombró un gobierno progresista presidido por Calatrava, con Mendizábal como ministro de Hacienda. Este convocó unas Cortes extraordinarias con la misión de adaptar la Constitución de 1812 a los nuevos tiempos y necesidades.

La Constitución de 1837 proclamaba los principios básicos del progresismo:

  • Soberanía nacional.
  • Amplia declaración de derechos.
  • Separación de poderes (Cortes bicamerales y un poder ejecutivo que recae en el rey, con derecho a veto).
  • Aconfesionalidad del Estado (aunque se comprometía a financiar el culto católico).

Se elaboró también una ley de imprenta, anulando la censura previa, y una ley electoral que implantaba un sufragio censitario y extremadamente restringido (aunque más amplio que el del Estatuto Real).

Una vez aprobada la constitución se celebraron nuevas elecciones que fueron ganadas por los moderados. Su mayor logro fue la elaboración de una Ley de Ayuntamientos (1840) que daba a la Corona la facultad de nombrar a los alcaldes de las capitales de provincia, lo que les enfrentó a los progresistas. El apoyo de la regente a la propuesta moderada impulsó un amplio movimiento insurreccional con la formación de Juntas revolucionarias en muchas ciudades. María Cristina dimitió de su cargo y marchó al exilio.

Regencia de Espartero (1840-1843)

Los sectores afines al progresismo dieron su apoyo al general Espartero, vencedor de la guerra carlista y con un gran soporte popular, que asumió el poder y se convirtió en regente en 1840.

Durante su gobierno actuó con un marcado autoritarismo: fue incapaz de cooperar con las Cortes, gobernando con la colaboración de su camarilla de militares afines, los “ayacuchos”. La aprobación de un arancel librecambista en 1842 que abría el mercado español a los tejidos de algodón ingleses supuso un enfrentamiento con la industria textil catalana y la ciudad de Barcelona, que fue bombardeada. Los moderados aprovecharon la división del progresismo y el aislamiento de Espartero para realizar una serie de conspiraciones encabezadas por los generales Narváez y O’Donnell. En 1843 Espartero abandonó la regencia y las Cortes adelantaron la mayoría de edad de Isabel II, proclamándola reina a los trece años.

Las Corrientes del Liberalismo: Partidos Políticos

Antes de continuar con el reinado efectivo de Isabel II, debemos reflexionar sobre las consecuencias que trajo la instauración del liberalismo. Permitió la existencia de órganos representativos (Cortes, ayuntamientos, diputaciones), lo que conllevó la creación de partidos políticos que actuaran como proveedores de representantes para dichas instituciones. Ahora bien, no podemos pensar en partidos como los actuales. En buena medida no eran más que una agrupación de personalidades alrededor de algún notable (civil o militar) y no constituían partidos con programas elaborados, sino corrientes de opinión o “camarillas” vinculadas por relaciones personales o por intereses económicos. Por último, la enorme restricción del derecho al voto y la falta de tradición parlamentaria desvinculaban a la inmensa mayoría de la población de la política de los partidos.

Los dos grandes partidos de la época isabelina fueron los moderados y los progresistas. Representaban corrientes del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX y eran la expresión de la defensa de un sistema monárquico constitucionalista personificado por la monarquía de Isabel II.

Partido Moderado

Los moderados eran un grupo heterogéneo formado por terratenientes, comerciantes e intelectuales conservadores, junto al resto de la vieja nobleza, el alto clero y los altos mandos militares. Defensores a ultranza de la propiedad, garantía del orden que querían preservar, encontraron en el liberalismo censitario (restringido) el arma ideal para impedir el acceso de las clases populares a la política. Asimismo, defendieron el principio de la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona, otorgando a esta amplios poderes de intervención política (nombrar ministros, disolver las Cortes…) y se mostraron partidarios de limitar los derechos individuales, especialmente los colectivos como las libertades de prensa, opinión, reunión y asociación. Por último, representaban la opción más clerical del liberalismo, al defender el peso y la influencia de la Iglesia católica.

Partido Progresista

Entre los progresistas predominaban la pequeña y mediana burguesía y sectores de la burguesía industrial y financiera, cuyo denominador común era el espíritu de reforma. Defendían el principio de soberanía nacional sin límites y el predominio de las Cortes en el sistema político; rechazaban el poder moderador de la Corona y no aceptaban su intervención directa en la política. Eran partidarios de robustecer los poderes locales (Ayuntamientos libremente elegidos, Milicia Nacional…) y defendían los derechos individuales y colectivos (libertad de prensa, de opinión y religión…). Mantenían también el principio de sufragio censitario (reservado a los que poseían bienes o rentas), pero eran partidarios de ampliar el cuerpo electoral. Su posición a favor de la reforma agraria y del fin de la influencia eclesial les hacía contar con una base popular de clases medias y artesanos en las ciudades, con una parte de la oficialidad media o inferior en el ejército, así como con profesionales liberales (profesores, periodistas, abogados…).

Otras Formaciones Políticas

  • Partido Demócrata (1849): Nació como una escisión de los progresistas. Significó la primera expresión política del pensamiento democrático en España. Los demócratas defendían ya el sufragio universal masculino, la ampliación de las libertades públicas, la intervención del Estado en la enseñanza, la asistencia social y la fiscalidad con el objeto de paliar las diferencias sociales y garantizar el derecho a la igualdad entre los ciudadanos.
  • Unión Liberal (1854): Formado bajo el liderazgo de O’Donnell, nació como una escisión de los moderados (“puritanos”) y atrajo a su seno a los grupos más conservadores del progresismo. Pretendía ser una opción de centro.

El Papel del Ejército y los Pronunciamientos

Las guerras carlistas hicieron que el ejército se convirtiera en la única garantía de la pervivencia en el trono de Isabel II. Los jefes de los partidos eran frecuentemente altos cargos militares (Narváez, Espartero, O’Donnell, Prim, Serrano, Concha…). Los oficiales se distribuían entre las diferentes opciones ideológicas y la sociedad se acostumbró con demasiada facilidad a solucionar los cambios de gobierno por la vía de las armas (pronunciamientos). No obstante, no era un sistema político militar, sino que el ejército actuaba como mero brazo ejecutor de la conspiración política impulsada por sectores civiles o militares descontentos. Ello evidencia la debilidad de los grupos civiles y, sobre todo, del propio sistema de partidos, sin influencia social masiva y temeroso de otorgar fuerza electoral al pueblo.

La Década Moderada (1844-1854)

Cuando en 1843 Isabel II es coronada como reina, los moderados accedieron al poder con el total apoyo de la corona. Inmediatamente reprimieron cualquier levantamiento de carácter progresista, desarmaron a la Milicia Nacional (fuerza nacional de voluntarios, defensora del liberalismo) y restauraron la “Ley de Ayuntamientos” que en 1840 había dado lugar a la dimisión de María Cristina. Se iniciaba así un largo periodo de dominio moderado que, con breves interrupciones, gobernaría el país hasta 1854.

Las elecciones de 1844 tuvieron lugar en medio de graves dificultades para los progresistas, de modo que estos prácticamente se abstuvieron. Así, las nuevas Cortes (octubre de 1844) tenían una mayoría abrumadora de moderados. Al frente del gobierno estaba el general Narváez, que sentó las bases del nuevo sistema moderado y organizó sus principales instituciones.

Bases del Régimen Moderado

El régimen se asentó sobre el predominio social, económico y político de la burguesía terrateniente, nacida de la fusión de los antiguos señores y de los nuevos propietarios rurales. Para estos grupos era necesario consolidar un nuevo orden social, que protegiese las conquistas de la revolución liberal contra la reacción del carlismo y al mismo tiempo contra la subversión de las clases populares, no dudando en limitar las libertades en aras del orden y la propiedad. No se trataba, por tanto, de volver al viejo absolutismo, sino de asentar un liberalismo conservador (también llamado liberalismo doctrinario) que reformara el Estado en interés de las nuevas clases dominantes y que restringiera la participación política al escogido grupo de los propietarios o los rentistas, es decir, de las “clases respetables”. La Corona y gran parte del ejército se convirtieron en los garantes más fieles del sistema contra cualquier intento de subversión.

La Constitución de 1845

Para poder gobernar de acuerdo con estos principios era necesario realizar una nueva Constitución, aprobada en 1845. Recoge las ideas básicas del moderantismo:

  • Soberanía compartida entre el Rey y las Cortes.
  • Ampliación de los poderes del ejecutivo (Corona) y disminución del poder legislativo (Cortes).
  • Cortes bicamerales: El Senado no era electivo sino nombrado por la reina entre sus colaboradores y las personalidades relevantes y de su confianza. El Congreso era elegido por sufragio muy restringido.
  • Confesionalidad católica del Estado.

Es significativo también que la Constitución no hablara del poder judicial como poder independiente, sino de la “Administración de justicia”, limitando de esta manera su independencia. Se mantenía gran parte del articulado de la Constitución de 1837, sobre todo en lo relativo a la declaración de derechos, pero se remitía su regulación a leyes posteriores que fueron enormemente restrictivas con las libertades (ej. Ley de Imprenta de 1845). Por último, confería enormes atribuciones a la Corona que, además de la facultad de nombrar ministros y disolver las Cortes, nombraba al Senado.

Otras Reformas Moderadas

  • Concordato con la Santa Sede (1851): Se normalizaron las relaciones con el Vaticano, se suspendía la venta de bienes desamortizados no vendidos, el Estado asumía la financiación del culto y clero, y se reconocía a la Iglesia amplias competencias en educación y el papel de la religión católica como oficial y única de la nación española.
  • Construcción del Estado Centralista: El liberalismo moderado emprendió la tarea de construir una estructura del Estado liberal en España bajo los principios del centralismo y la uniformización. Una serie de leyes y de reformas administrativas pusieron en marcha dicho proceso:
    • Reforma fiscal y de la Hacienda (Ley Mon-Santillán, 1845): Pretendía racionalizar el sistema impositivo y recaudatorio, centralizando los impuestos en manos del Estado, y propiciando la contribución directa sobre la indirecta (aunque esta última siguió siendo fundamental).
    • Unificación legal: Se abordó la unificación y codificación legal, aprobándose el Código Penal de 1848 (reformado en 1850) y elaborando un proyecto de Código Civil (que no se aprobaría hasta 1889) que recopilaba y racionalizaba el conjunto de leyes anteriores.
    • Reorganización administrativa: Partiendo de la división provincial de Javier de Burgos de 1833, se reforzó una estructura centralista con el fortalecimiento de los gobiernos civiles y militares en cada una de las provincias, así como las Diputaciones.
    • Control municipal: La ley de administración local de 1845 dispuso que los alcaldes de los municipios de más de 2000 habitantes y capitales de provincia serían nombrados por la Corona y los del resto por el gobernador civil. Era una estructura jerarquizada y piramidal, en la que cada provincia dependía de un poder central, el de Madrid. Solo el País Vasco y Navarra conservaban parte de sus antiguos derechos forales (conciertos económicos), aunque privados de las atribuciones legislativas y judiciales anteriores.
    • Instrucción pública: Se creó un sistema nacional de instrucción pública (Ley Moyano, 1857, aunque preparada en esta década).
    • Sistema métrico decimal: Se implantó un sistema unificado de pesos y medidas.
    • Creación de la Guardia Civil (1844): Se disolvió la Milicia Nacional y se creó la Guardia Civil, un cuerpo armado con estructura militar pero funciones civiles, destinado principalmente a mantener el orden público y la propiedad en el ámbito rural.

Inestabilidad y Fin de la Década

Durante la década de gobierno moderado, los fuertes poderes ligados a la Corona y al poder ejecutivo hicieron que la actividad del legislativo fuera casi irrelevante. La vida política se desarrollaba alrededor de la Corte, con la organización de poderosos grupos de presión (las camarillas), que buscaban el favor real o gubernamental al margen de la vida parlamentaria. Además, el voto era muy censitario (en 1846, solo votaba el 0.8% de la población, unas 100.000 personas). El autoritarismo de los últimos gobiernos moderados y escándalos de corrupción aumentaron el descontento.

En 1854, la actitud del gobierno, partidario de reformar la Constitución en un sentido aún más restringido, provocó un levantamiento de los progresistas y de una parte de los propios moderados (los “puritanos”) que desembocó en el pronunciamiento de Vicálvaro, a cuyo frente se colocó el general O’Donnell (junio de 1854). Asimismo, sectores moderados y progresistas contrarios al gobierno elaboraron el llamado Manifiesto de Manzanares (redactado por un joven Antonio Cánovas del Castillo), en demanda del cumplimiento de la Constitución, la reforma de la ley electoral, la reducción de los impuestos y la restauración de la Milicia.

El Bienio Progresista (1854-1856)

Al llamamiento se unieron diversos jefes militares y hubo levantamientos populares en ciudades. Isabel II, para salvar el trono, llamó a formar gobierno a Espartero, nombrando como ministro de guerra a O’Donnell.

Durante estos dos años, conocidos como el Bienio Progresista, se intentó restaurar los principios del progresismo:

  • Se restauraron la Milicia Nacional y la ley municipal progresista (que permitía la elección de alcaldes).
  • Se preparó una nueva constitución (la Constitución “non nata” de 1856), más progresista que la de 1837, pero que no llegó a ser promulgada.
  • Se impulsó una nueva desamortización, la de Pascual Madoz (1855), que afectó a los bienes del Estado, de la Iglesia (los que quedaban), de las instituciones benéficas, de las Órdenes Militares y, sobre todo, de los Ayuntamientos (bienes comunales y de propios). El volumen puesto en venta fue mucho mayor que en 1837 y se pretendía igualmente recaudar recursos para la Hacienda y financiar las inversiones públicas, como el ferrocarril.
  • La construcción del ferrocarril fue el otro gran proyecto económico del Bienio. Se elaboró en 1855 la Ley General de Ferrocarriles, que regulaba su construcción y ofrecía amplios incentivos a las empresas (mayoritariamente extranjeras) que intervinieran en ella. Se pretendía construir una extensa red ferroviaria radial con centro en Madrid.

Conflictividad Social y Fin del Bienio

Sin embargo, las medidas reformistas no mejoraron a corto plazo las condiciones de vida de las clases trabajadoras, lo que generó un clima de gran conflictividad social. La situación de crisis económica (alza de precios, malas cosechas…) produjo levantamientos obreros y campesinos. Destacó la primera huelga general en Barcelona en 1855, donde se pedía la reducción de los impuestos de consumo, la abolición de las quintas (servicio militar obligatorio), la mejora salarial y el derecho de asociación obrera.

En 1856 se produjo un nuevo levantamiento del campo en Castilla, con asaltos e incendios de fincas y fábricas de harina. Ante la conflictividad social, las discrepancias entre Espartero (más cercano a las demandas populares) y O’Donnell (partidario de la represión) se agudizaron. Espartero dimitió y la reina confió la formación de gobierno a O’Donnell, quien reprimió duramente las protestas.

La Crisis del Moderantismo y el Final del Reinado (1856-1868)

Desde 1856 a 1868 se produce una crisis del sistema moderado, aunque el poder se alternó principalmente entre los Moderados de Narváez y la Unión Liberal de O’Donnell.

Gobiernos Unionistas y Moderados (1856-1863)

Desde 1856 a 1863 (con un breve retorno de Narváez en 1856-58), la Corona confió la formación del Gobierno a los políticos de la Unión Liberal de O’Donnell. Se produjo una cierta estabilidad política dominada por la vuelta al conservadurismo: se restableció la Constitución de 1845 con un Acta Adicional que reconocía algunos principios progresistas (luego suprimida) y se anularon parte de las leyes del Bienio, aunque se mantuvo la desamortización de Madoz.

Los unionistas llevaron a cabo una política exterior de prestigio cuyos objetivos eran desviar la atención de los problemas internos, fomentar una conciencia nacional y patriótica, y contentar a importantes sectores del ejército. Se desarrollaron acciones militares en Indochina (1858-1863), México (1861-1862) y, la más importante, en Marruecos (1859-1860), donde victorias como las de Tetuán y Castillejos dieron gran popularidad al general Prim, aunque los resultados prácticos fueron la incorporación del pequeño territorio de Sidi Ifni y la ampliación de la plaza de Ceuta.

Descomposición Final del Sistema (1863-1868)

En 1863, el desgaste del gobierno unionista llevó a O’Donnell a dimitir. A partir de entonces, se sucedieron gobiernos inestables de moderados y unionistas, incapaces de afrontar la creciente oposición política de progresistas, demócratas y republicanos, que empezaron a conspirar unidos (Pacto de Ostende, 1866, al que luego se sumaría la Unión Liberal tras la muerte de O’Donnell). Tampoco pudieron mejorar la grave crisis económica que afectaba a la agricultura (malas cosechas), la industria textil (falta de algodón por la Guerra de Secesión de EE.UU.), y las finanzas (quiebra de compañías ferroviarias y bancos) a partir de 1866.

Entre 1863 y 1868, los últimos gobiernos moderados (presididos mayoritariamente por Narváez) gobernaron de manera autoritaria, al margen de las Cortes y de todos los grupos políticos, y ejerciendo una fuerte represión (ej. Noche de San Daniel, 1865; fusilamiento de los sargentos sublevados del cuartel de San Gil, 1866). Fueron asimismo incapaces de mejorar la situación económica.

A partir de ese momento, amplios sectores de la sociedad (incluyendo militares unionistas como Serrano y Prim) coincidieron en la necesidad de dar un giro a la situación. Esta vez no podía consistir en un simple cambio de gobierno, sino que implicaba a la propia monarquía isabelina, considerada un obstáculo para el progreso y la democratización. La Revolución de 1868 (“La Gloriosa”) pondría fin al reinado de Isabel II.