Historia de Al-Andalus: De la Conquista Musulmana al Califato de Córdoba

La Península Ibérica: Evolución Política

La Conquista Musulmana (711-756)

La religión islámica, fundada por el profeta Mahoma en el siglo VII (considerándose el año 622 como fecha inicial), se había extendido rápidamente desde la península de Arabia por el Medio Oriente y el norte de África, no solo como religión monoteísta, sino también como unidad política.

En Hispania, la monarquía visigoda se encontraba en una profunda crisis política debido a motivos sucesorios. Tras la muerte del rey visigodo Witiza en el año 709, sus partidarios quisieron elegir como rey a su hijo Agila, aún niño. Sin embargo, otra parte de la nobleza y el clero coronaron como rey a Don Rodrigo. Esto desencadenó una guerra civil en la que los witizanos buscaron la ayuda de los musulmanes.

En el año 711, aprovechando la debilidad del reino visigodo y las luchas internas, un pequeño grupo de soldados musulmanes desembarcó en la península. Liderados por Tarik y enviados por el valí árabe Musa desde el norte de África, estos soldados derrotaron al último rey visigodo, Don Rodrigo, en la batalla de Guadalete.

Esta victoria abrió las puertas del reino a una rápida conquista que se completó en tan solo cuatro años. La rapidez de la conquista se explica por el sistema de capitulaciones o pactos que los musulmanes establecieron con ciudades y nobles hispanovisigodos, permitiéndoles conservar sus tierras a cambio de sumisión. Para la mayoría de la población campesina, de origen hispanorromano y que ahora podemos llamar hispanovisigoda, esta conquista solo supuso un cambio en la propiedad de las tierras que trabajaban. Además, las nuevas autoridades se mostraron permisivas a nivel religioso tanto con cristianos como con judíos, y los impuestos eran más bajos. Este cúmulo de circunstancias nos ayuda a entender la rapidez de la conquista y la pasividad de los habitantes de la península ante la invasión.

El avance musulmán fue detenido por los francos en la batalla de Poitiers (732), frustrando su intento de expandirse más allá de los Pirineos. La batalla de Covadonga (722), aunque de menor importancia, garantizó la existencia de un pequeño núcleo de resistencia cristiana en Asturias.

Entre los años 711 y 756, los territorios recién conquistados se organizaron como un valiato dependiente del Califato de Damasco, es decir, una provincia gobernada por un emir. Se cambió el nombre de Hispania por el de Al-Andalus y se estableció la capital en Córdoba.

Se calcula que unos 60.000 musulmanes llegaron a Al-Ándalus durante sus primeros cincuenta años de existencia. Estos musulmanes se pueden dividir en dos grupos en función de su origen étnico:

  • Árabes y Sirios: Eran una minoría que acaparaba los altos cargos políticos y se asentaron en las tierras más fértiles (valles del Guadalquivir y Ebro), donde explotaban grandes latifundios.
  • Bereberes: Originarios del norte de África, habían sido conquistados e islamizados previamente por los árabes. Se instalaron en las tierras menos fértiles de la meseta y las zonas montañosas, donde se dedicaron fundamentalmente al pastoreo.

Como consecuencia de este desigual reparto, los bereberes llegaron a rebelarse contra la aristocracia árabe.

Emirato Independiente (756-929)

En el año 756, Abderramán I, el único superviviente de la familia Omeya que hasta entonces gobernaba el imperio islámico desde Damasco, llegó a Al-Andalus. Los Omeyas habían sido derrocados y masacrados por la familia Abasí, que había ocupado el poder califal y trasladado la capital a Bagdad. Abderramán I rompió con el poder califal de Bagdad y declaró a Al-Andalus un emirato independiente. Este cambio, que duraría hasta el año 929, supuso una independencia política con respecto al resto del imperio musulmán, aunque se seguía reconociendo el poder religioso del califa de Bagdad.

En general, este periodo se puede considerar como una etapa de consolidación y reorganización del poder musulmán en Al-Andalus. El principal problema al que tuvo que enfrentarse el emirato fue el de los conflictos internos, derivados de la diversidad étnica y religiosa de su población, así como las luchas de las élites musulmanas por poseer las mejores tierras de cultivo.

El Califato de Córdoba (929-1031)

En el año 929, Abderramán III rompió los lazos religiosos con Bagdad y declaró a Al-Andalus un califato con capital en Córdoba. Este periodo, que supone el máximo apogeo económico, político y cultural de Al-Andalus, finalizaría con su desintegración en el año 1031.

La autoproclamación de Abderramán III (912-961) como califa supuso no solo una independencia política, sino también espiritual o religiosa. La validez de esta proclamación se basaba en la legitimidad de la dinastía Omeya frente a la usurpación cometida por los Abasíes en la rebelión del año 750. Por otro lado, aprovechó la debilidad del califato de Bagdad e intentó frenar el avance de los fatimíes, una corriente muy radical que desde el norte de África intentaba unificar el Islam bajo su mando.

En el orden interior, Abderramán III consiguió acabar con las luchas dentro de Al-Andalus y frenar el avance de los reinos cristianos en el norte.

La organización política y administrativa se inspiró en la del califato de Bagdad. El poder del califa era absoluto y estaba asesorado por un primer ministro (hachib) y por varios consejeros o visires, cada uno de ellos encargado de un ministerio o diwan. El territorio se dividía en provincias o coras, al frente de las cuales se situaba un walí o gobernador.

El poder económico del califato de Córdoba se basó en los ingresos provenientes del control de las rutas comerciales norteafricanas y el cobro de impuestos y tributos a los reinos cristianos.

Al-Hakam II (961-972), hijo y sucesor de Abderramán III, gobernó en una época de paz donde florecieron las artes y las letras.

Durante el reinado de Hisham II (976-1009), el poder efectivo quedó en manos del Hachib Almanzor, jefe militar que convirtió al califato en una dictadura militar gracias a las victorias de su poderoso ejército. Las campañas militares de Almanzor, más que en la ocupación de territorios, consistían en razias cuyos objetivos eran la destrucción y la rapiña.

Tras la muerte de Almanzor en el año 1002, las turbulencias políticas y las luchas entre bandos rivales caracterizaron la fase final del califato, que acabó desintegrándose en numerosos reinos de taifas.