La Evolución de la Población y de las Ciudades. De la Sociedad Estamental a la Sociedad de Clases
Durante el siglo XIX, la población española experimentó un ritmo lento de crecimiento en comparación con otros países europeos como Alemania y Gran Bretaña. Aumentó de 10,5 millones de habitantes en 1797 a 18,7 millones en 1900. Mientras que en la mayor parte de Europa se pasó a un modelo demográfico de transición debido a la Revolución Industrial, en España prevaleció el régimen demográfico antiguo, caracterizado por una alta tasa de natalidad (34%), aunque contrarrestada por la también alta tasa de mortalidad (29%). Además, la esperanza de vida era de tan solo unos 35 años.
Esto se debía a varios factores: las crisis de subsistencia que provocaron hambrunas periódicas, motivadas por factores coyunturales (sequías y heladas) y estructurales (agricultura de bajo rendimiento); las endemias, como la tuberculosis o el sarampión, motivadas por la deficiente alimentación y las pésimas condiciones higiénicas; y las epidemias, más puntuales que las endemias, como el tifus y el cólera, que mermaron considerablemente la población.
Cataluña fue una excepción, gracias a su despegue industrial desde principios de siglo. La población creció un 145% y se inició la transición al régimen demográfico moderno, con la reducción de la mortalidad y el trasvase de la población campesina a las ciudades.
Por otro lado, durante el siglo XIX se dio una descompensación en la distribución territorial de la población. Las ventajas económicas y un mejor acceso a comunicaciones y comercio provocaron un desplazamiento continuo de las poblaciones del interior peninsular hacia las áreas costeras, con la excepción de Madrid, que recibió población de las zonas interiores cercanas. También incrementaron los flujos migratorios, tanto a ultramar (Argentina, Cuba) como del campo a las ciudades.
La industrialización atrajo población hacia Barcelona, Madrid y Bilbao, las zonas urbanas más industrializadas. No obstante, el aumento de la población urbana, aunque lento, supuso la transformación espacial de las ciudades, que tuvieron que derribar sus murallas y crear ensanches y barrios burgueses, destacando el barrio Salamanca en Madrid y la Eixample en Barcelona, con edificios en manzana cerrada, anchas avenidas y jardines. Mientras, los suburbios periféricos se llenaban de infraviviendas, viviendas comunales y corralas convertidas en barrios obreros.
En el ámbito social, el régimen liberal supuso el paso de la sociedad estamental a la de clases, cuyo criterio de división social era el nivel de renta de los individuos. Aunque la sociedad de clases era más dinámica y abierta que la estamental en lo que a ascenso y descenso social se refiere, nació con grandes desigualdades y desequilibrios.
Por un lado, la clase alta estaba formada por la nobleza, el clero y la alta burguesía. La nobleza siguió siendo la clase dirigente, conservando la influencia política y controlando los altos cargos del ejército y la administración. El clero perdió poder económico por las amortizaciones, pero mantuvo su influencia social. La alta burguesía fue la nueva clase emergente y capitalista, pues dirigían industrias y ferrocarriles. Además, nobleza y burguesía establecieron una alianza, incluso matrimonial, en la que una ponía el linaje y la otra, el capital.
Por su parte, la clase media era muy escasa, suponiendo tan solo el 5% de la población. La formaban la pequeña burguesía comerciante y liberal (médicos, abogados), los pequeños propietarios rurales y los pequeños fabricantes artesanos.
Por último, se encontraba la clase baja, en la que el campesinado fue el grupo mayoritario, puesto que la agricultura siguió siendo la actividad económica fundamental. Todavía en 1900, la agricultura ocupaba a dos terceras partes de la población activa española, con unas condiciones realmente duras: jornadas de más de 12 horas, rendimientos bajísimos, trabajo infantil, etc. La ansiada reforma agraria demandada por los campesinos no se produjo y fue una reivindicación hasta bien entrado el siglo XX. La falta de tierra convirtió a muchos campesinos en obreros o jornaleros agrícolas, concentrándose en las tierras latifundistas de La Mancha, Extremadura y Andalucía.
Sus condiciones laborales les animaron a buscar mejores condiciones de vida en las ciudades o en las zonas fabriles, convirtiéndose en obreros industriales, y también a organizarse formando corrientes anarquistas de signo violento, en especial en Andalucía. En cambio, el proletariado urbano surgió en las zonas industriales de Barcelona, Bilbao y, en menor medida, Madrid (más burocrática que industrial). Su crecimiento fue constante, aunque a mediados de siglo solo representaba el 2,5% de la población activa. Sus condiciones eran muy duras en toda Europa: jornadas laborales muy largas, inseguridad laboral, trabajo infantil, ninguna prestación social, como descansos semanales o vacaciones. Su situación les condujo a asociarse con fines reivindicativos dando lugar al movimiento obrero aprovechando su concentración en barrios.
Desamortizaciones. La España Rural del Siglo XIX. Industrialización, Comercio y Comunicaciones
El reinado de Isabel II supuso el inicio del liberalismo político y económico en España y los liberales españoles se propusieron transformar la estructura económica del país. Sin embargo, la lentitud del proceso, la falta de capital y la escasa iniciativa de las clases dominantes (nobleza y alta burguesía) limitaron las expectativas del cambio y terminaron por acentuar el subdesarrollo económico.
En el siglo XIX, la economía española era fundamentalmente agraria, con una agricultura precaria y de secano y con bajísimos rendimientos. Además, el sistema de propiedad era desequilibrado, pues existían grandes latifundios en poder de la nobleza, del clero o de los ayuntamientos, mientras que, en muchas zonas del país, como en Andalucía, abundaban campesinos sin tierra que trabajaban como jornaleros en condiciones muy duras.
Muchas de las propiedades, originadas de la Edad Media, eran legalmente inalienables, es decir, no se podían vender. Lo mismo ocurría con las tierras de la nobleza, sometidas al sistema de mayorazgo que obligaba a los primogénitos que heredaban las tierras familiares a transmitirlas íntegramente. Estas tierras no estaban aprovechadas y se consideraban amortizadas (en manos muertas). La solución pasaba por liberalizar el mercado de la tierra y una de las herramientas más utilizadas fueron las desamortizaciones o expropiaciones por parte del Estado de tierras eclesiásticas y municipales para venderlas en subasta pública.
Las principales fueron la desamortización de Mendizábal en 1836-1837 sobre bienes eclesiásticos, la desamortización de Espartero en 1841 sobre bienes del clero secular y la desamortización de Madoz en 1855 sobre bienes eclesiásticos y municipales. Se pretendía, en palabras del propio Mendizábal, reconocer el derecho a la propiedad libre circulante, disminuir la deuda pública del Estado, afrontar gastos de guerra y aumentar el número de medianos propietarios.
Sin embargo, la mayoría de las propiedades pasaron a manos de la oligarquía, que eran los únicos que podían pagarlas y, por tanto, no hubo un reparto de tierras e incluso muchos campesinos se vieron perjudicados al perder los usos comunales.
Los liberales también se propusieron fomentar el desarrollo de la industria y del comercio mediante un proceso de Revolución Industrial (tardío respecto al resto de Europa) y de modernización de las comunicaciones, con la creación de nuevas infraestructuras como el ferrocarril. No obstante, hubo diversos problemas.
Por un lado, España carecía de tradición industrial y la única industria, la textil catalana era incapaz de competir en el exterior. Por otro, España seguía siendo rico en materias primas materiales (hierro, plomo…) pero no había ni capital, ni conocimientos técnicos, ni demanda para explotarlos. Con la Ley de Minas de 1868, los principales yacimientos quedaron en manos de compañías extranjeras, por lo que España se convirtió en proveedora de materias primas y no se llegó a crear una industria transformadora. La única industria pesada que se intentó desarrollar fue la siderúrgica, sin embargo, el país carecía de carbón de buena calidad (coque), la principal fuente de energía de la Revolución Industrial. Así pues, la industrialización española fue muy escasa y sólo se desarrollaron dos focos periféricos: la industria textil en Cataluña y la siderúrgica en el País Vasco. Respecto a las comunicaciones, la orografía española complicaba el transporte interior de mercancías y personas, que se vio obstaculizado por los sistemas montañosos que separan el interior peninsular (la Meseta) de las zonas periféricos, entre otros factores. A partir de 1840 se emprendieron programas de construcción y mejora de caminos y carreteras. No obstante, estos medios eran lentos y todas las esperanzas se depositaron en el nuevo medio de transporte que estaba revolucionado Europa, el ferrocarril. Consecuentemente, España se sumó a la iniciativa ferroviaria a finales de la década de 1840 y en 1848 se construyó la primera línea ferroviaria de Barcelona-Mataró, seguida tres años después de la de Madrid-Aranjuez.
El auténtico impulso se desencadenó con la Ley General de Ferrocarriles de 1855, que fomentaba la creación de compañías privadas de construcción y explotación. Asimismo, se creó una red radial en torno a Madrid, basada en las calzadas romanas y los caminos reales. Respecto al comercio, España carecía de un comercio interior único y homologado, en gran parte por la disparidad pesos. España exportaba materias primas e importaba productos manufacturados, lo que provocó que la balanza comercial fuese deficitaria. Con la intención de equilibrar la balanza, se recurrió a políticas proteccionistas y se impusieron fuertes aranceles a productos del exterior. Frente al proteccionismo se posicionaron los librecambistas que defendían que el Estado debía intervenir lo menos posible en la economía. Tampoco disponía el país de un sistema financiero estable, por ello se creó el Banco de España en 1856 y, posteriormente, otras entidades financieras privadas como el Banco de Santander. En 1868 se estableció la peseta como unidad monetaria oficial y tras el desastre colonial de 1898, destacó la fundación del Banco Español de Crédito (Banesto), entre otros, gracias a la repatriación de capitales de Cuba y Puerto Rico.