Las guerras carlistas
no consistieron en el País Vasco en una reivindicación de carácter nacional sino una confusa ideología en la que se entremezclaba el integrismo religioso, la reacción absolutista, la defensa del sistema foral y la conservación del régimen señorial de la propiedad de la tierra. La mejor defensa contra cualquier novedad la veían los carlistas en el absolutismo monárquico como fundamento de la sociedad estamental y de sus privilegios. Por otra parte, el liberalismo representaba una amenaza para los Fueros por su tendencia uniformadora y centralizadora.
La iglesia vasca se convertirá en una fervorosa defensora del carlismo, sobre todo el clero rual y de las órdenes religiosas. Los carlistas se vieron apoyados también por pequeña y mediana nobleza, así como por sectores del campo que temían que los nuevos propietarios fuesen peores que los tenidos hasta entonces. A medida que la legislación del Gobierno central se hacía más uniformadora en las cincuenta y una provincias, crecía la oposición carlista en el País Vasco. En el País Vasco durante toda la guerra se abría paso una tendencia hacia la defensa de un fuerismo liberal con muchos seguidores en las ciudades.
A los 40 días del inicio de la guerra, con excepción de las dos ciudades no vencidas, San Sebastián y Pamplona, los carlistas dominan todo el País Vasco. La reacción constitucional no se hace esperar, Sarsfield toma Bilbao. A partir de este momento la guerra carlista se convierte en una guerra entre el campo y las ciudades, socorridas por el ejército español.
Con el general Zumalacárregui nombrado por D. Carlos al comienzo de la guerra se crea la unidad de las fuerzas, se levanta la moral de las tropas y sobre todo se adopta con éxito una estrategia militar adaptada a la situación.
Las fuerzas de Zumalacárregui son escasas, pero las posibilidades de aprovisionamiento son grandes. Además, el ejército carlista paga las provisiones a los aldeanos con bonos pagaderos a la entrada del rey don Carlos en Madrid; de ahí que el deseo ideológico de los campesinos por el triunfo de la causa se sumen sus interese más inmediatos de ser abonados.
Las barbaridades de la guerra hicieron que Inglaterra y Francia hicieran llegar a Madrid el deseo de humanizar la contienda, se firmó el Convenio Eliot entre el isabelino general Valdés y el carlista Zumalacárregui, era un intento de humanizar la guerra, se aceptó el pacto por el que se convenía respetar la vida de los prisioneros y canjearlos, no quitar la vida por sus opiniones a persona alguna, civil o militar sin que hubiese sido juzgada; y respetar y dejar en plena libertad a los heridos y enfermos. El convenio se cumplió en el norte, salvo la excepción que suponía el Decreto de Durango por el que D. Carlos mandaba fusilar a todos los extranjeros que cayesen prisioneros. En el resto de España el acuerdo no tuvo efecto.
Tras el fracaso de la expedición de D. Carlos sobre Madrid, en el carlismo aparecen dos tendencias: los intransigentes, apostólicos o navarros y los moderados, transaccionistas o castellanos. Los apostólicos atribuían el fracaso de las expediciones a la impericia de los jefes, que eran todos partidarios de un moderantismo semejante al despotismo ilustrado de Austria. Don Carlos en una alocución dada en Arceniega se entregó públicamente a los apostólicos, el infante cayó en desgracia como sus generales.
En 1838 la consigna Paz y Fueros va ser lanzada como medio eficaz para acabar con la guerra; esa consigna encuentra eco favorable en Madrid. Al servicio de esa nueva política se crea en Bayona una Junta Vascongada de la que forman parte antiguos liberales de Guipuzcoa.
El notario Muñagorri firme defensor de la consigna trata de conseguir adhesiones en ambos campos, su intento se ve coronado por el éxito y así se llega a la paz de Vergara. El fuerismo es entonces el punto de convergencia de los carlistas y liberales más moderados.
A pesar de su integrismo Don Carlos llamó al moderado Rafael Maroto para darle el mando de su ejército, a pesar de que uno y otro no se inspiran ninguna confianza. Maroto era el feje de los ejércitos carlistas, sospechando que se tramaba una conjura hizo arrestar y fusilar a los generales de la tendencia navarra. D. Carlos consideró tal decisión como una traición, pero Maroto impuso su criterio, lo que supuso una humillación para D. Carlos.
Se produjo un enfrentamiento entre los dos, y Don Carlos promulgó un decreto declarando a Maroto como traidor. Este no fue obedecido por nadie, sino todo lo contrario aclamaron al general.
En el verano de 1839 se producía un acuerdo de Vergara entre Maroto y Espartero. El convenio ha sido preparado por un tercer partido vasco que se desprende de los dos primeros, que podría llamarse fuerista ( liberales moderados+ carlistas moderados).
En Vergara, Espartero promete incitar al Gobierno a que solicite del Parlamento la confirmación y/o modificación de los Fueros, haciéndolos compatibles, no obstante, con la Constitución española. Así surge la ley de 1839 en la que se ratifican los fueros.
La llamada ley paccionada de Navarra confirma la incorporación del antiguo Reino de Navarra al sistema judicial común.