Reinado de Isabel II: Liberalismo y Conflictos en España (1843-1868)

El Reinado de Isabel II: Liberalismo y Conflictos en España (1843-1868)

Los veinticinco años de reinado efectivo de Isabel II (1843-1868) estuvieron marcados por la alternancia en el poder de los partidos liberales burgueses, que eran liderados por militares favorables a la dinastía borbónica. Con vaivenes entre el Partido Moderado (Narváez, Bravo Murillo o Leopoldo O’Donnell) y el Partido Progresista (Espartero o Pascual Madoz), la mayoría del periodo estuvo liderado por los moderados, debido a las preferencias de una reina que, sin embargo, mostró flexibilidad, tal y como reflejan los bailes protocolarios del Palacio Real.

La Década Moderada (1844-1854)

Su primera década como reina fue esencialmente moderada (1844-1854), con el nombramiento de un Ramón Narváez que desarrolló una política de bunkerización que limitó las libertades civiles e incrementó el centralismo. Con el desarrollo de un liberalismo doctrinario, se potenció la promulgación de la Constitución de 1845, que fue mucho más conservadora que la de 1837, ya que negó las limitaciones al rey, aumentó las prerrogativas regias e hizo residir la soberanía “en el Rey con las Cortes” (y no “en las Cortes con el Rey”: no soberanía nacional).

Con una reducción del ya limitado sufragio censitario (sólo 1% de la población) o medidas que ya parecían en el olvido (amplia censura), se desarrolló un periodo que contó con leyes importantes, claves para la creación de la Guardia Civil (Duque de Ahumada) o la reforma de los ayuntamientos. Este impulso centralista desarrolló una importante reforma tributaria (Ley hacendística de Mon y Santillán), una reestructuración de la educación pública (Ley Pidal) y la publicación de un nuevo Código Penal (1848), que coincidió en el año con la única intentona revolucionaria de la Primavera de los Pueblos en España.

Fue el caso de Manuel Buceta, que no encontró grandes apoyos entre los liberales, más preocupados de sofocar la segunda guerra carlista. Narváez pudo seguir desarrollando su programa, aunque a partir de 1851 se dio una debilidad tras la subida al poder de Bravo Murillo. Este fue mucho más autoritario, incrementando el recelo de unos progresistas que contaban con una nueva escisión más radical: el Partido Demócrata. Estos, poco a poco, fueron rechazando las medidas de un Murillo que reforzó el papel de la Iglesia (Concordato de 1851) y el sometimiento de las Cortes al ejecutivo, en una intentona de reforma constitucional (1852) que contó con una oposición que se fue abriendo camino hasta la crisis de julio de 1854, iniciada cuando el general moderado Leopoldo O’Donnell se pronunció militarmente en Vicálvaro.

El Bienio Progresista (1854-1856)

La Vicalvarada, plasmada en el Manifiesto de Manzanares, dio inicio al bienio progresista (1854-1856), donde la reina entregó el poder a Espartero mientras O’Donnell se hacía con el ministerio de la Guerra. Fue el régimen de “los dos cónsules”, periodo breve donde se dieron reformas como la desamortización civil de Pascual Madoz (1855), la aprobación de la Ley de Ferrocarriles o una ley bancaria clave para la creación del Banco de España. Medidas eficaces que se promulgaron, al contrario de la Constitución “Non Nata” de 1856, que no llegó a ponerse en marcha pese a ambiciones como la soberanía nacional o los derechos del individuo.

Quedó en un cajón como consecuencia del fin del bienio progresista, perjudicado por un contexto de crisis que le generó la primera huelga general de la historia de España (julio de 1855) o una serie de revueltas campesinas en Andalucía. Bajo ello, Isabel II se vio con la excusa perfecta para prescindir de los progresistas y dar más poder a O’Donnell, que desde 1856 a 1863 lideró el “gobierno largo” de su partido: la Unión Liberal.

La Crisis Final del Reinado

Durante la última década isabelina, a pesar de la mano de hierro ejercida por Narváez, se consolidó un descontento donde se desarrollaron intentonas carlistas (La Ortegada de 1860) y expediciones militares innecesarias como la de la Cochinchina (actual Vietnam). Hechos que se vieron agravados por la reacción desmesurada del gobierno, que reprimió en sangre una manifestación estudiantil en pleno centro de Madrid (Noche de San Daniel).

Este descontento popular se extendió a parte del ejército (sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil), que se sumaron a una oposición hacia el régimen isabelino que debía ser eliminado. Así se fraguó el Pacto de Ostende, que se llevó a la práctica cuando el 19 de septiembre de 1868 se desarrolló la sublevación del almirante Topete. Este, en Cádiz, prendió la mecha a unas Juntas Revolucionarias que terminaron de derrotar a Isabel II en la batalla de Alcolea.

Ello generó el exilio a Francia de una reina que dejaba como legado la consolidación de un liberalismo que, sin embargo, continuó enfrentado, en luchas de poder que se volverán a ver en el Sexenio Revolucionario (1868-1874), la Restauración borbónica (1874-1931), la II República (1931-1939) y la actual democracia. La multitud de constituciones en la época isabelina son un símbolo de debilidad pero también de la riqueza ideológica de nuestro Estado-Nación, enriquecido por leyes decimonónicas que aún hoy disfrutamos en nuestros contextos socioculturales.