Transformación Social en la España del Siglo XIX: Clases, Conflictos y Movimiento Obrero

1. El Fin de la Sociedad Estamental

Con la configuración del Estado liberal en el siglo XIX, las nuevas leyes impusieron la igualdad jurídica de todos los ciudadanos. Se ponía fin a los privilegios otorgados por el nacimiento, los títulos o la pertenencia al clero. En el nuevo sistema liberal, el conjunto de la población constituía una sola categoría jurídica, la de ciudadanos, y todos los grupos sociales pagaban impuestos, eran juzgados por las mismas leyes y tribunales, y gozaban, teóricamente, de iguales derechos políticos. No obstante, el liberalismo censitario limitaba el derecho al sufragio y a la participación política. A partir de entonces, las diferencias sociales se establecieron en función de la riqueza y no de la situación legal.

2. La Situación de la Nobleza y el Clero

La supresión de las leyes especiales que beneficiaban a la nobleza comportó la pérdida de gran parte de sus privilegios. Así, se anularon sus derechos a no pagar impuestos, a extraer tributos de sus tierras y a ejercer como jueces en las tierras de señorío. A partir de entonces, la pequeña nobleza, los hidalgos, muy numerosos en la zona central de España al Norte del Duero, sufrió un proceso de deterioro económico y social. Perdido su principal privilegio, el derecho a la exacción de impuestos, y dado que sus tierras les proporcionaban rentas escasas, la mayoría pasó a ejercer las actividades más diversas y se fue diluyendo entre el grupo de la clase media de propietarios agrarios.

Sin embargo, la alta y media nobleza mantuvieron, a lo largo del siglo XIX, su importancia social, económica e incluso política, por encima de lo habitual en otros países europeos. Conservaron enormes patrimonios agrarios e inmobiliarios, que les daban poder económico en un país donde la burguesía era muy débil y el proceso de industrialización, muy escaso. Se habían cambiado las leyes, pero se mantuvo el poder de quienes aceptaron integrarse en el nuevo sistema y formar parte de la nueva clase dominante: la gran burguesía.

Con la Iglesia se produjo una situación similar. Las leyes desamortizadoras, la supresión de conventos, la eliminación del diezmo, disminuyeron su poder económico y empobrecieron al bajo clero. Sin embargo, sus fuertes vinculaciones con la Corona y las clases altas permitieron a la Iglesia recuperar su influencia social, dominar la enseñanza y participar en política. Asimismo, mantuvo su poder social e ideológico, y las fiestas religiosas, procesiones, bodas o bautizos seguían siendo una parte importante de la vida social.

3. La Sociedad de Clases

En la sociedad liberal, los estamentos fueron sustituidos por la organización de los grupos sociales, propia del sistema económico liberal-capitalista: las clases sociales. De este modo, en la España del siglo XIX se constituyeron dos grandes grupos sociales:

  • Las clases dirigentes: Formadas por la antigua aristocracia, las altas jerarquías del clero, del ejército y de la administración, y por la alta burguesía, poseedoras de riqueza urbana, industrial o agraria, proveniente de sus propiedades, rentas o capitales.
  • Las clases populares: Integradas por todos aquellos que tan solo poseían lo que obtenían con su trabajo manual (obreros, artesanos, campesinos y jornaleros).

Entre los dos grupos se desarrolló una clase media, muy escasa en el siglo XIX, sin tanta riqueza como la clase dirigente, pero que vivía en condiciones mucho mejores que las clases populares.

Recuerda que las clases sociales son grupos abiertos, a los que se pertenece no por nacimiento sino en función de las diferencias económicas que el propio sistema capitalista establece: la cantidad de riqueza que cada uno puede obtener.

4. Un Nuevo Tipo de Conflicto Social

Las diferencias de riqueza y las duras condiciones de vida y trabajo de la clase obrera y de los campesinos pobres dieron origen a nuevos movimientos sociales. Al principio, los más desfavorecidos reclamaban mejoras salariales y laborales, pero muy pronto empezaron a denunciar que el nuevo sistema económico, el capitalismo, era un sistema social injusto.

La conflictividad social de la nueva sociedad industrial difirió notablemente de las formas de rebeldía características del Antiguo Régimen. No eran solo revueltas desorganizadas contra la injusticia, sino conflictos de clase en los que se contraponían nuevas ideologías (socialismo, anarquismo y democracia) y nuevas formas de organización (obrerismo y sindicalismo) frente al liberalismo capitalista.

5. Pervivencia del Poder de las Clases Privilegiadas del Antiguo Régimen

La revolución liberal española y los cambios sociales que debía comportar quedaron limitados por el poder que mantuvieron las clases privilegiadas. La alta nobleza perdió los ingresos derivados de sus derechos jurisdiccionales, pero conservó la mayoría de sus tierras como propiedad privada, y el poder y la influencia en la corte y el gobierno. En consecuencia, ostentaba cargos, formaba parte de la alta oficialidad del ejército y la mayoría de los miembros del Senado tenía títulos nobiliarios.

Con todo, a finales del siglo, los patrimonios nobiliarios fueron decreciendo. Sus rentas se mantuvieron estables mientras los precios aumentaban. El desinterés de la mayoría por los negocios y su afán de lujo les llevó a endeudarse y a vender algunas de sus propiedades para hacer frente a los pagos. Una parte emprendió negocios o emparentó con burgueses adinerados, cuyas fortunas empezaban a ser superiores a las nobiliarias.

Respecto a la Iglesia, las reformas liberales perjudicaron su patrimonio y el cierre de conventos redujo drásticamente el número de miembros del clero regular. Pero las altas jerarquías del clero secular (obispos, arzobispos catedralicios, etc.) mantuvieron no solo su riqueza sino también su vinculación con el poder.

6. Los Nuevos Grupos Dirigentes

6.1. Una Nueva Élite Privilegiada

La élite dirigente de la sociedad liberal española del siglo XIX se estructuró como una simbiosis entre la antigua aristocracia que, como hemos visto, mantenía en parte su poder, y los nuevos grupos burgueses. La burguesía aportaba la innovación, las nuevas formas jurídicas y políticas que articulaban el Estado, el derecho y la propiedad, y en muchos casos también el dinero; pero la nobleza poseía todavía inmensos patrimonios, era un símbolo de abolengo, de prestigio social y de reconocimiento público. Ambas clases constituían una nueva oligarquía. Tenían el poder económico e imponían las formas sociales y culturales. Además, la implantación de un régimen liberal de carácter censitario, con el derecho a voto restringido a las clases pudientes, les otorgó durante decenios el monopolio del poder político.

6.2. La Alta Burguesía

Junto a los grandes propietarios agrarios, procedentes de la vieja nobleza terrateniente, el proceso de revolución liberal fue conformando una alta burguesía vinculada a los negocios: la compra de tierras, las operaciones comerciales, las inversiones, el capital extranjero y la banca. Desde la época de Mendizábal, una serie de activos negociantes ligados al liberalismo engrandecieron sus fortunas con concesiones estatales o con operaciones de crédito. Eran los compradores de Deuda Pública del Estado y los grandes inversores en Bolsa, especialmente en actividades relacionadas con el ferrocarril.

Asimismo, gran parte de esta incipiente alta burguesía se sintió más atraída por la inversión en tierras que por la aventura industrial. De este modo, consiguieron propiedades a costa de los bienes de la Iglesia y de los municipios y pasaron a engrosar las filas de los propietarios agrícolas y se convirtieron en rentistas.

El centro de negocios y la residencia habitual de la alta burguesía fue la capital, Madrid, aunque esta procediera de regiones diversas, especialmente del Norte (Asturias, Cantabria, País Vasco) y de Andalucía. También existían grupos burgueses ubicados en el resto de las regiones, en ocasiones como administradores de las propiedades agrarias o las inversiones mineras, financieras, industriales o comerciales de la gran burguesía residente en Madrid.

6.3. La Burguesía Industrial

La burguesía industrial, básicamente catalana y vasca, estaba radicada en sus territorios, ocupada en dirigir sus industrias. Lejos de las esferas del poder, esta burguesía ocupó un lugar secundario en la organización del aparato estatal y básicamente se preocupó por conseguir del Estado la necesaria política proteccionista para su incipiente industria.

La insuficiencia numérica, el escaso poder económico en comparación con las grandes fortunas terratenientes y financieras y la localización periférica dificultaron que esta burguesía pudiese desarrollar un modelo de sociedad industrial diferente del capitalismo agrario que propugnaba la burguesía terrateniente.

6.4. Las Clases Medias

Las clases medias constituían una franja intermedia entre los poderosos y los asalariados. Su escaso número, no más del 15% de la población, evidencia la polarización (ricos y pobres) de la sociedad española y es un reflejo de la débil industrialización y urbanización.

Este grupo reunía a medianos propietarios de tierras, comerciantes, pequeños fabricantes, empleados de la Administración, miembros del ejército, etc. También era importante el sector de los profesionales liberales, relacionados con las leyes (abogados, escribanos, notarios, registradores de la propiedad…), con la construcción y la propiedad inmobiliaria (arquitectos, constructores) y con la salud (médicos y boticarios).

La riqueza, el poder y la influencia de las clases medias eran mucho menores que los de la élite dirigente. Aunque tenían un estilo de vida, unas formas de ocio y un nivel de instrucción similar, su menor capacidad económica llevó a este grupo social a una forma de vida más privada y doméstica.

Ideológicamente, una gran parte de las clases medias era conservadora y defendía el orden y la propiedad, temerosa de que cualquier cambio la igualara con las clases populares. Pero de este grupo también surgieron intelectuales y profesionales que criticaban la sociedad liberal y defendían los avances de la democracia y del republicanismo.

7. Nuevos Hábitos Sociales

En la nueva sociedad liberal, el peso del dinero definía la categoría social, y la ostentación pública de la riqueza caracterizaba el nuevo gusto burgués, a diferencia de la sociedad rural y aristocrática, donde el ocio y las fiestas se disfrutaban entre los muros de palacios o mansiones. Los burgueses impusieron nuevos hábitos:

  • El aumento de la educación primaria y secundaria.
  • La expansión de la prensa.
  • La costumbre del veraneo.
  • Las tertulias políticas o literarias.
  • Los locales de espectáculos.
  • Las exposiciones de arte.

Así, la cultura, los espectáculos y el ocio se convirtieron en algo público, al alcance de todos, siempre que se pudiera comprar. Las ciudades, donde residían las élites burguesas y las clases medias, crecieron y se convirtieron en el centro de la vida social y cultural y en el lugar donde el espacio público empezó a ser muy importante.

Durante el siglo XIX, la mayoría de estos cambios no llegaron a las zonas rurales, en las que la población continuaba con la vida y las tradiciones de los siglos anteriores: la vida familiar, las fiestas religiosas y las diversiones populares.

8. Las Clases Populares

8.1. Artesanos y Trabajadores de Servicios

Los privilegios gremiales desaparecieron en la década de 1830. Sin embargo, en gran parte del país, tanto en las zonas rurales como, sobre todo, en las ciudades, se mantenía un fuerte sector artesanal que elaboraba la mayoría de los productos manufacturados, dado que la producción fabril continuaba siendo minoritaria. El censo de 1860 agrupaba cerca de 666.000 personas ocupadas en oficios artesanales (carpinteros, herreros, zapateros) y otras 556.000 personas que eran ayudantes o aprendices en sus talleres.

El crecimiento urbano y la nueva estructura del Estado liberal comportaron la concentración en las ciudades de una serie de trabajadores de servicios: los relacionados con la infraestructura urbana (limpieza, alumbrado…), pequeños funcionarios, empleados de banca, dependientes de comercio, etc. Estos trabajadores se situaban en el límite entre las clases medias y las clases populares.

Entre las clases más humildes predominaban las mujeres empleadas en el trabajo doméstico, seguidas de los mozos de comercio y de los pequeños vendedores autónomos (en puestos de mercado y similares). La mayor parte de las muchachas de servicio provenían del campo. Desarrollaban largas jornadas laborales y percibían bajos salarios. Otras mujeres trabajaban de lavanderas, planchadoras, costureras o amas de cría. Por debajo se encontraban las personas sin trabajo o enfermas que no tenían otro recurso que mendigar o realizar algunos trabajos ocasionales.

8.2. El Proletariado Industrial

La aparición de la industria moderna conllevó una organización del trabajo diferente a la del antiguo sistema gremial, y se caracterizó por la utilización de mano de obra asalariada. Las reglas que guiaban este nuevo tipo de trabajo eran en todas partes muy similares y no tenían nada que ver con las conocidas hasta entonces. Los patronos (la burguesía) eran los propietarios de las fábricas, las máquinas, las materias primas y los productos que se elaboraban, y para trabajar empleaban a los obreros.

Estos, el proletariado, no poseían más que su fuerza de trabajo, que vendían al patrón a cambio de un salario habitualmente escaso. Para sobrevivir, dependían de un contrato y con su trabajo, al que dedicaban innumerables horas, debían ser capaces de cubrir todas sus necesidades. A mediados del siglo XIX, el número de obreros era todavía muy reducido y la mayoría de ellos trabajaba en la industria textil catalana. Más adelante, los obreros fabriles aumentaron en Asturias y el País Vasco, a consecuencia del crecimiento de la minería y la industria siderometalúrgica, y también en aquellas zonas donde se desarrollaban actividades industriales, mineras o vinculadas a la construcción. En el censo de 1860, los obreros industriales en España eran alrededor de 485.000, y los mineros, 23.000.

8.3. El Campesinado

La disolución del régimen señorial y las desamortizaciones no alteraron sustancialmente la estructura de la propiedad de la tierra. En la actual Castilla-La Mancha, Andalucía y Extremadura, los antiguos señores conservaron sus posesiones, e incluso consiguieron el reconocimiento de propiedades sobre las que antes solo tenían derechos señoriales. En Cataluña y Valencia, muchos arrendatarios enfitéuticos accedieron a la propiedad y se convirtieron en pequeños y medianos propietarios.

En todo caso, y aunque la reforma agraria liberal permitió la compra de propiedades por parte de agricultores acomodados o de burgueses urbanos, lo cierto es que la tierra volvió a concentrarse en pocas manos y, sobre todo, en las de quienes no la trabajaban.

Entre los campesinos, es difícil distinguir entre el pequeño propietario con una ínfima cantidad de tierra, el arrendatario sometido a la nueva situación de libertad de mercado, el criado empleado en una explotación agraria o el jornalero sin tierras. El pequeño propietario tenía que completar sus escasos ingresos como jornalero en determinadas épocas del año, o el jornalero poseía una pequeña parcela para cultivar algunos productos de consumo doméstico.

En general, los campesinos seguían sometidos a un sistema en el que el poder e influencia del rico, del notable o del cacique eran considerables, a cambio de una mínima protección en forma de trabajo asalariado, de arriendo de tierras o, incluso, de gestiones administrativas.

8.4. El Problema Jornalero

Con el proceso de reforma agraria liberal se formó un amplio grupo de campesinos sin tierra o con pequeñas parcelas que, al no tener la salida de la industria, permanecieron en el campo como jornaleros con salarios muy bajos. En la primera mitad del siglo XIX pasaron de unos 3.600.000 a casi 5.400.000. También aumentó su porcentaje con respecto al total de la población (del 32 al 37%).

El hambre de tierras continuó y, privados además de las tierras concejiles, los jornaleros sufrían condiciones de vida todavía más duras. Sobre todo en el Sur, agobiados por las deudas y la escasa productividad, sus pequeñas fincas terminaron vendiéndolas a labradores acomodados o a nuevos terratenientes.

9. Condiciones de Vida de los Trabajadores

Los salarios de la mayoría de obreros, ya fueran trabajadores de fábricas, minas, altos hornos o cualquier otra industria, apenas daban para comer. Para el sustento de una familia era necesario que también las mujeres y los niños (a partir de los seis años), trabajaran en las fábricas, aunque cobraban salarios muy inferiores a los de los hombres. Todos trabajaban seis días a la semana con unas jornadas laborales muy largas. Se cobraba por día trabajado y no existía ninguna protección en caso de paro, enfermedad, accidente o vejez.

Las viviendas obreras eran pequeñas, miserables y estaban situadas en barrios hacinados. Estos carecían de servicios de alumbrado, agua corriente, alcantarillado y empedrado. Las enfermedades infecciosas, como la tuberculosis y el cólera, se propagaban rápidamente entre una población muy vulnerable a causa de la mala alimentación y el trabajo agotador. No existía asistencia médica gratuita y los niños apenas iban a la escuela.

La situación era muy similar, pero todavía más grave, entre los obreros agrícolas, los jornaleros. En las zonas rurales existía una mayor dificultad para encontrar trabajo todo el año y la superabundancia de mano de obra permitió a los patronos locales (grandes propietarios agrícolas o campesinos acomodados) pagar salarios mucho más bajos que en la industria.

10. Los Orígenes del Movimiento Obrero

Los trabajadores fueron tomando conciencia de que pertenecían a una clase social distinta que sus patronos y de que era necesario mejorar su situación. Esto dio origen a un nuevo tipo de conflictividad social que puso el acento en la lucha por la igualdad. De ahí surgió el movimiento obrero, en defensa de los derechos de los trabajadores.

La primitiva legislación liberal prohibía explícitamente la asociación obrera, considerada contraria a la libertad de contratación. Por ello, las primeras protestas obreras contra el nuevo sistema industrial tuvieron un carácter violento, clandestino y espontáneo, pero muy pronto los trabajadores empezaron a organizarse.

10.1. El Nacimiento del Movimiento Obrero

En la década de 1820, la introducción de nuevas máquinas, a las que se responsabilizaba de la pérdida de puestos de trabajo y de la bajada de los salarios, provocó las acciones de protesta. En 1821, los trabajadores de la industria artesanal de las localidades vecinas a Alcoy asaltaron la ciudad y quemaron los telares mecánicos, aunque el incidente más relevante fue el incendio, en agosto de 1835, de la fábrica Bonaplata de Barcelona, el primer vapor que funcionó en España. Eran acciones violentas, semejantes a las de otros países de Europa y que reciben el nombre de ludismo.

Los trabajadores comprendieron que no eran las máquinas el origen de sus problemas, sino las condiciones de trabajo. La lucha obrera se orientó entonces hacia la mejora de las condiciones laborales y la defensa del derecho de asociación. En la década de 1830, en Cataluña, que concentraba a la mayoría del proletariado industrial, surgió un primer embrión de asociacionismo obrero. En 1834, un grupo de tejedores de Barcelona presentó un documento al capitán general de Cataluña, contra la decisión patronal de alargar el tamaño de las piezas mientras se pagase la misma cantidad por cada una.

A semejanza de los tejedores, se crearon otras organizaciones del mismo estilo (hiladores, impresores, blanqueadores, etc.). Funcionaban como Sociedades de Protección Mutua. Los trabajadores pagaban una cuota para sostener una caja de resistencia destinada a pagar el jornal en caso de enfermedad, despido o huelga. La primera fue la Sociedad de Protección Mutua de los Tejedores del Algodón, creada en Barcelona en 1840, por el tejedor Juan Munts. No se trataba todavía de un verdadero sindicato, pues su función era sobre todo de protección ante la adversidad y carecía de un programa reivindicativo propio.

El asociacionismo se desarrolló a lo largo de la década de 1840, a pesar de la oposición de los empresarios y de las autoridades gubernativas, que respondieron prohibiendo las asociaciones obreras. Las huelgas, que también estaban prohibidas, fueron un instrumento usado cada vez con mayor frecuencia para presionar a los patronos y, mientras duraban, los obreros podían subsistir gracias a las cajas de resistencia.

10.2. La Expansión del Obrero

El asociacionismo obrero se expandió por muchos lugares de España. Reivindicaba sobre todo el aumento de los salarios y la disminución del tiempo de trabajo. Las huelgas proliferaron en las décadas de 1840 y 1850, tanto en las ciudades como en el campo. Se produjeron eventos reivindicativos en Granada, Valencia y Madrid, entre los que destacan las huelgas en las fábricas laneras de Béjar (1856), las asociaciones de los trabajadores de Alcoy y de los hiladores de Antequera (1857).

El hecho de mayor trascendencia fue la primera huelga general declarada en España en el año 1855, durante el bienio progresista. Se originó en Barcelona, como reacción a la introducción de unas nuevas máquinas hiladoras, las selfactinas, que ahorraban mano de obra y dejaron a muchos obreros en el paro. La huelga se extendió con diversas características por otros muchos lugares de Castilla y Andalucía.

10.3. Las Revueltas Agrarias

Las insurrecciones agrarias se convirtieron en una constante en el campo andaluz a partir del bienio progresista. La nueva desamortización de Madoz había hecho pasar la mayoría de las antiguas tierras comunales a manos privadas, ahogando cualquier esperanza de un reparto más beneficioso para los jornaleros.

Los levantamientos campesinos tomaron generalmente la forma de ocupaciones ilegales de tierras y su reparto entre los jornaleros. A menudo se incendiaban los registros notariales de la propiedad y se producían enfrentamientos con las fuerzas del orden público. En 1855 tuvo lugar en Andalucía, Aragón y Castilla un fuerte movimiento de ocupación de tierras, y, en 1857, una revuelta sacudió los pueblos de Utrera y El Arahal, en Sevilla.

Entre 1861 y 1867, 600 campesinos se alzaron en Loja, levantaron a 43 pueblos de las provincias de Cádiz, Málaga, Granada, Almería y Jaén y formaron un ejército de 10.000 hombres armados y otros tantos sin armas. La falta de un verdadero respaldo político y el miedo a la radicalidad del movimiento acabaron por hacerlo fracasar, pero el afán de tierras continuó y las revueltas se prolongaron durante más de medio siglo.

11. La Llegada del Internacionalismo: Marxistas y Anarquistas

11.1. Los Precursores: El Socialismo Utópico

Desde principios del siglo XIX, una serie de pensadores denunciaron las injusticias creadas por el capitalismo industrial. Son los llamados socialistas utópicos, como los franceses Saint-Simon, Cabet y Fourier. Proponían organizar sociedades igualitarias, con propiedad colectiva y reparto equitativo de la riqueza. Esas ideas prendieron con fuerza entre los círculos más concienciados de los asalariados españoles, tanto en la ciudad como en el campo.

La figura más notable del socialismo utópico español en el siglo XIX fue Joaquín Abreu, fourierista gaditano, que defendió la creación de falansterios (cooperativas de producción y consumo que producían todo lo necesario para sus habitantes). Desde Andalucía, el socialismo llegó a Madrid, donde Fernando Garrido destacó como incansable defensor del cooperativismo. En Barcelona surgió un círculo de saintsimonianos alrededor de Felipe Monlau, y otro de cabetianos, encabezados por Abdón Terradas y Narcís Monturiol.

11.2. La AIT: Marxismo y Anarquismo

La Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o Primera Internacional, constituyó el primer intento de agrupar a todos los que pensaban que era necesaria la organización de los trabajadores para conseguir su emancipación y luchar contra el capitalismo. Karl Marx, máximo representante del llamado socialismo científico por contraposición a las ideas de los utopistas, tuvo un peso relevante en su fundación, organización y dirección, en Londres en 1864.

Marx y sus seguidores (socialistas marxistas) defendían que la clase obrera tenía que organizarse políticamente para conquistar, mediante la revolución, el poder político y económico y construir un nuevo Estado obrero, que al principio adoptaría la forma de dictadura del proletariado. En el nuevo orden social no existiría la propiedad privada y todos los bienes de producción estarían en manos del Estado (socialismo). Con el paso del tiempo, desaparecerían las diferencias económicas y sociales y se entraría en la fase del comunismo: ya no existirían clases sociales, se acabaría la explotación del hombre por el hombre y el Estado se extinguiría.

En la AIT se integraron las diversas secciones de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, fundada en 1868 por Mijail Bakunin, la personalidad más relevante del pensamiento anarquista. Esta ideología mantenía una radical oposición a la acción política y a la formación de partidos políticos, defendiendo el apoliticismo del movimiento libertario. También defendía la abolición del Estado, y no su conquista, y se mostraba hostil a cualquier tipo de autoridad. Acusaba a Marx de autoritario e impulsaba el poder directo y la autonomía de las secciones nacionales.

11.3. La AIT en España

La revolución de septiembre de 1868 permitió que llegaran a España las ideas socialistas y anarquistas y que se formaran los primeros núcleos vinculados a la Primera Internacional. En septiembre de 1868, un enviado de la AIT, el italiano Giuseppe Fanelli, viajó a Madrid y a Barcelona para crear los primeros núcleos de afiliados a la Internacional. En ellos tomaron parte dirigentes sindicales como Anselmo Lorenzo y Rafael Farga Pellicer.

Fanelli era miembro de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista y difundió los ideales anarquistas como si fuesen los de la AIT. Así, los primeros afiliados españoles pensaron que el programa de la Alianza (supresión del Estado, colectivización, apoliticismo, etc.) era el de la Primera Internacional. Esto ayudó a la expansión y arraigo de las ideas anarquistas entre el proletariado catalán y el campesinado andaluz, y del apoliticismo, tras la decepción que para muchos había supuesto la actitud de los partidos políticos.

A partir de 1869, las asociaciones obreras se expandieron por toda España, llegando a contar con unos 25.000 afiliados. Los mayores núcleos eran Barcelona, Madrid, Levante (especialmente Alcoy) y Andalucía (Córdoba, Málaga y Cádiz). El primer congreso de la Federación Regional Española (FRE) de la AIT se celebró en Barcelona, en 1870. En esta ciudad se adoptaron acuerdos concordantes con la línea anarquista del obrerismo: la huelga como arma fundamental del proletariado, así como su apoliticismo y la realización de la revolución social por la vía de la acción directa.

11.4. Crisis y Escisión

La difusión de las teorías marxistas en España vino de la mano de Paul Lafargue, yerno de Marx. Se instaló en Madrid a partir de 1871 e impulsó el grupo de internacionalistas madrileños favorables a las posiciones marxistas. Este grupo, integrado por Francisco Mora, José Mesa y Pablo Iglesias, desarrolló a través del periódico La Emancipación, una amplia campaña a favor de la necesidad de la conquista del poder político por la clase obrera.

Las discrepancias entre las dos corrientes internacionalistas culminaron en 1872 con la expulsión del grupo madrileño de la FRE y con la fundación de la Nueva Federación Madrileña, de carácter netamente marxista. El núcleo marxista escindido era minoritario debido a que la mayoría de las organizaciones integradas en la AIT mantuvieron su primitiva orientación bakuninista.

El internacionalismo alcanzó su momento álgido durante la Primera República, cuando diversos grupos de anarquistas adoptaron una posición insurreccional con la esperanza de provocar la revolución y el derrumbe del Estado. Tras el fracaso de estos levantamientos, la Internacional empezó a perder fuerza. Su declive definitivo se produjo a partir de 1874, cuando el nuevo régimen de la Restauración la declaró ilegal y la obligó a organizarse en la clandestinidad.

12. Socialismo y Anarquismo en el Último Tercio del Siglo XIX

Tras la escisión y crisis de la AIT, las corrientes socialista y anarquista españolas siguieron caminos separados. Los socialistas seguían los principios marxistas que propugnaban la necesidad de la acción política y de la conformación de un partido de la clase obrera. La Nueva Federación Madrileña, de carácter marxista, se transformó en 1879 en la Agrupación Socialista Madrileña, fundada por Pablo Iglesias, núcleo originario del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). En 1888, los socialistas impulsaron la creación de un sindicato socialista, la Unión General de Trabajadores.

Partido y sindicato tuvieron en Madrid, Vizcaya y Asturias sus zonas de mayor influencia, mientras que su presencia en Cataluña o Andalucía fue escasa. El PSOE se definía como un partido marxista, de orientación obrerista y partidario de la revolución social. Se afilió a la Segunda Internacional, participó en la celebración del Primero de Mayo de 1890, protagonizó algunas grandes huelgas en Vizcaya y consiguió tener concejales en varios ayuntamientos. En las elecciones de 1910 obtuvo su primer diputado en las Cortes.

Por otro lado, las corrientes anarquistas se mantuvieron en la ilegalizada FRE, que, en 1881, cambió su nombre por el de Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) para adaptarse a la legalidad vigente, que prohibía las organizaciones de carácter internacional. La nueva organización, implantada sobre todo en Andalucía y Cataluña, creció en afiliados y desarrolló una acción sindical reivindicativa.

La constante represión hizo que una parte del movimiento anarquista optara por la acción directa, la vía violenta, para acabar con el sistema; mientras, otros grupos daban prioridad a la fundación de organizaciones de carácter sindical (anarcosindicalistas).