Transformaciones económicas y sociales en la España del siglo XVIII

Los efectos del reformismo: pervivencias y cambios

El crecimiento demográfico

En el conjunto de Europa, el siglo XVIII significó el inicio de un ciclo demográfico caracterizado por el crecimiento ininterrumpido de la población. Las grandes mortandades anteriores fueron desapareciendo como consecuencia del fin de las grandes pestes, la mejora de las técnicas agrícolas, la introducción de nuevos cultivos y una época continuada de relativa paz.

En España, a pesar de que la mortalidad continuó siendo alta, la elevada natalidad y la ausencia de graves hambrunas permitieron pasar de 7,5 a 10,5 millones de habitantes. El crecimiento fue territorialmente dispar: mientras en la periferia llegó a doblarse la población, el interior apenas aumentó un 20-30%.

Los monarcas, y especialmente los déspotas ilustrados, convencidos de que una elevada población era condición indispensable para promover el desarrollo de la agricultura y la industria, adoptaron políticas poblacionistas. Así lo hicieron los Borbones españoles, ofreciendo incentivos a las familias numerosas, acogiendo a inmigrantes católicos a los que entregaban tierras o impulsando la puesta en cultivo de nuevos espacios, como el proyecto de colonización de zonas despobladas de Andalucía, impulsado por Olavide.

Ahora bien, el crecimiento de la población española durante el siglo XVIII se mantuvo limitado por la persistencia de la crisis de subsistencia. La carestía de los alimentos provocaba periódicas hambrunas que reducían la población y consumían los excedentes generados en los años de buenas cosechas. Estas poblaciones, debilitadas por el hambre, eran más vulnerables ante las enfermedades y epidemias, que hacían aumentar una mortalidad ya elevada de por sí. Ni la política poblacionista de los Borbones, ni el contexto general de crecimiento demográfico fueron suficientes para mejorar los rendimientos y la comercialización de una agricultura con unos límites muy claros de crecimiento si no se introducían reformas legales e innovaciones técnicas.

Las tensiones en el sector agrario

Las reformas puestas en práctica en el terreno agrario durante el reinado de Carlos III no pudieron resolver la creciente tensión provocada por el aumento de población, superior al incremento de la oferta de alimentos. Ello fue debido a diversas causas:

  • Las desfavorables condiciones climáticas y agronómicas del territorio español, con más de las tres cuartas partes de su superficie con un régimen de precipitaciones bajo y, sobre todo, muy irregular, especialmente en verano. Con las técnicas entonces conocidas, las sequías estivales y las elevadas temperaturas limitaban los posibles productos a cultivar e impedían aplicar las nuevas técnicas desarrolladas en Europa noroccidental, que multiplicaban los rendimientos por unidad de superficie.
  • El incremento de la producción mediante el aumento de la superficie cultivada no era posible en gran parte de España. Más de la mitad de la tierra existente no podía ni venderse ni cultivarse libremente al encontrarse amortizada.
  • Una buena parte de las rentas agrarias de los campesinos debían dedicarse al pago de las cargas señoriales, y ello impedía o limitaba las inversiones productivas en la tierra.
  • La escasez de tierra obligaba a cultivar tanto las de peor calidad, cuyos rendimientos eran muy escasos, como las dedicadas a pastos, con la consiguiente disminución de la cabaña ganadera y reducción de la cantidad de estiércol disponible, indispensable para fertilizar las tierras de cultivo.

Sin embargo, esta situación general fue compatible con algunas mejoras agrarias. En la cornisa cantábrica se difundió el cultivo del maíz y se generalizó la producción de patatas como alimento humano. En el litoral valenciano se expandió la producción tanto de vino y aguardiente como de seda, alcanzándose en el regadío elevados rendimientos. También en Cataluña, gran parte del litoral avanzó en la especialización agraria y comercial de la vid, pero sobre todo el de aguardiente. Pero la especialización agrícola solo era posible en las zonas que tenían mayores facilidades para importar grano en los años de malas cosechas.

El impulso de las manufacturas

Siguiendo el ejemplo francés, los Borbones fomentaron la creación de manufacturas, con la finalidad de superar el estrecho marco productivo gremial y aumentar la producción, poniendo así freno a las importaciones de productos de lujo. De este modo, se crearon las Reales Fábricas, como la de Tejidos, en Guadalajara; las de Tapices y Porcelana, en Madrid; y la de Cristal en la Granja (Segovia). A pesar de la calidad de su producción, la escasez de mercados para dichos productos y la baja rentabilidad de las nuevas fábricas orientaron la política manufacturera hacia el impulso de talleres privados.

Fue ya durante el reinado de Carlos III, bajo la influencia del ministro ilustrado Campomanes, cuando la Junta de Comercio y el Consejo de Castilla iniciaron una política de reducción de los privilegios gremiales y ofrecieron facilidades para el establecimiento de nuevos talleres o manufacturas de carácter privado. Las manufacturas se implantaron por todo el territorio español, pero en tres zonas concentraron la mayor actividad: Valencia, el País Vasco y Cataluña.

  • En la región levantina, las nuevas industrias estaban ligadas especialmente a la producción de seda, una actividad de gran tradición en la zona. Para poder satisfacer el aumento de la demanda de tejidos, incrementar la producción y obtener mayores beneficios, los comerciantes de seda invertían en nuevas instalaciones y combinaban la producción en ellas con el tradicional trabajo a domicilio.
  • En el País Vasco, la existencia de una minería del hierro proporcionaba la materia prima necesaria para impulsar la creación de fundiciones y fábricas metalúrgicas, que producían para el mercado local y la exportación.
  • En Cataluña, la difusión de la nueva organización de la producción alcanzó una mayor amplitud, ligada a la manufactura textil de la lana y, en el último tercio del siglo, a la industria algodonera, dedicada a la producción de tejidos blancos o estampados (indianas). De este modo, al igual que se producía una creciente especialización agraria vitivinícola en el litoral, en las comarcas interiores, con menores ventajas agrícolas, una proporción creciente de su población fue especializándose en la hilatura y el tejido de la lana, al margen de los gremios. La expansión de la manufactura catalana vino favorecida por diversos motivos: la ampliación del mercado a Castilla, ya que se abolieron gran parte de las fronteras interiores en España tras la Guerra de Sucesión; la apertura de los mercados americanos al comercio catalán; y, muy especialmente, la mayor y más estable demanda interna de la propia Cataluña, cuyo campesinado estaba en mejores condiciones para el consumo, al permitir la actividad agraria una mínima acumulación de beneficios.

La liberalización del comercio colonial

Los Borbones, y especialmente Carlos III, se preocuparon por reorganizar el comercio con América. A pesar de las dificultades consiguientes a la crisis económica del siglo XVII, las colonias seguían siendo una importante fuente de ingresos para la Corona. El comercio colonial mantenía, a principios del siglo XVIII, la estructura creada por los Austrias: dos puertos, el tradicional de Sevilla, al que se unió el de Cádiz, monopolizaban el derecho al comercio americano, que se organizaba mediante el antiguo sistema de flotas que zarpaban periódicamente hacia las colonias y debían regresar a dichos puertos. Asimismo, la incapacidad de la industria y la agricultura castellanas para abastecer la demanda americana había dado lugar a que gran parte del comercio estuviera en manos de comerciantes extranjeros, quienes, a través de sus agentes en los puertos de Sevilla y Cádiz, controlaban el tráfico mercantil con América.

En el siglo XVIII, a imitación de otros países, la Corona patrocinó la fundación de compañías comerciales, otorgándoles numerosos privilegios y el monopolio sobre productos o territorios americanos. Una de las más importantes, la Compañía Guipuzcoana de Caracas, estaba ligada al conde de Peñaflorida y a la misma monarquía. Pero muy pronto, este nuevo sistema se demostró ineficaz: la piratería, el contrabando y la competencia extranjera arruinaron a las nuevas compañías. Este fracaso abrió el camino hacia la liberalización total del comercio americano en la segunda mitad del siglo.

Durante el reinado de Carlos III, el gobierno acabó con el monopolio del comercio americano y estableció la libre comunicación de los puertos españoles, primero con el Caribe y después con todas las colonias. En 1765, se abrieron una serie de puertos al libre comercio y, en 1778, se decretó la libertad de todos los puertos para comerciar con América. Las medidas liberalizadoras contribuyeron a la prosperidad de otras zonas peninsulares. Cádiz continuó siendo, por el volumen de sus negocios, el gran puerto español en el siglo XVIII, albergando una burguesía mercantil rica y cosmopolita. Sin embargo, sus negocios eran esencialmente de reexportación: allí llegaban mercancías de toda Europa que eran embarcadas hacia América, y su actividad influía poco en la prosperidad del territorio andaluz. En cambio, puertos como el de Barcelona se especializaron en la exportación de productos locales, generando un proceso de crecimiento económico en el conjunto de Cataluña.