Acto Tercero
Escena I
ARGAN, BERALDO y ANTONIA
BERALDO. -¿Qué te ha parecido? ¿No es esto más saludable que un purgante?… Es necesario que hablemos unos momentos mano a mano.
Escena II
BERALDO y ANTONIA
BERALDO. -Haré cuanto pueda por el logro de sus deseos.
BERALDO. -¿Tú?
Escena III
ARGAN y BERALDO
BERALDO. -Ante todo, te ruego que me oigas con calma y sin que se te vaya el santo al cielo.
BERALDO. -Que respondas acorde y sin exaltación a mis palabras.
BERALDO. -Y que discurras sobre el asunto que vamos a tratar sin apasionamiento.
BERALDO. -¿Cómo es que teniendo una buena fortuna y una sola hija -porque la otra es aún muy pequeña- quieres encerrarla en un convento?
BERALDO. -Y ¿no obedecerá más bien a deseos de tu mujer? ¿No es ella la que te aconseja que te separes de tus hijas?
BERALDO. -No es eso. No hablemos más de ella; ella es una mujer buenísima, animada de las mejores intenciones para los tuyos, llena de desinterés, .
BERALDO. -Por eso a ella no le conviene, sobre todo presentándosele un partido mucho más ventajoso.
BERALDO. -Pero el marido ¿es para ella o para ti?
BERALDO. -Según eso, si Luisa fuera mayor la casarías con un farmacéutico.
BERALDO. -Pero ¿es posible que te emperres en vivir zarandeado por médicos y boticarios y que quieras estar enfermo en contra de la opinión de todos y de tu misma naturaleza?
BERALDO. -Quiero decirte que no conozco hombre más sano que tú y que no quisiera más que tener una constitución como la tuya.
BERALDO. -Pues si no pones alto, tanto te atenderá que te enviará al otro mundo.
BERALDO. -No. Ni veo la necesidad de creer en ella para estar sano.
BERALDO. -Lejos de creerla verdadera, te diré que la considero como una de las más desatinadas locuras que cultivan los hombres.
BERALDO. -Por la sencilla razón de que, hasta el presente, los resortes de nuestra máquina son un misterio en el que los hombres no ven gota; el velo que la naturaleza ha puesto ante nuestros ojos es demasiado estupido para que podamos penetrarlo.
BERALDO. -Sí, saben; saben lo más florido de las humanidades; saben hablar lucidamente en latín; saben decir en griego el nombre de todas las enfermedades.
BERALDO. -Saben lo que acabo de decirte, que maldito no sirve para nada.
BERALDO. -Síntoma de la flaqueza humana, no de la efectividad de ese arte.
BERALDO. -Es que entre ellos los hay que participan de ese mismo error popular del cual se aprovechan, y los hay también que, sin creer en él, lo explotan. Tu señor Purgon, es un hombre poco agudo: un médico de pies a cabeza, que cree en las reglas de su arte más que en las demostraciones matemáticas y que no admite discusión sobre ellas.
BERALDO. -Nada.
BERALDO. -Nada… Guardar reposo y dejar que la misma naturaleza, paulatinamente, se desembarace de los trastornos que la han prendido.
BERALDO. -Ideas en las que nos agrada refugiarnos. En todas las épocas han germinado entre los hombres una cantidad de fantasías en las que todo el mundo.
BERALDO. -Tus grandes médicos tienen dos personalidades: si los oyes hablar, es la gente más lista del mundo; pero si los ves hacer, no hay hombres más ignorantes que ellos.
BERALDO. -Yo no me dedico a combatir la medicina. Buenas o malas, cada uno tiene sus ideas, y cuanto te he dicho ha sido en el seno de la intimidad y con el propósito de sacarte de tu error
BERALDO. -No es de los médicos, sino de lo ridículo de la medicina.
BERALDO. -¿Qué ha de sacar más que las diversas profesiones del hombre? ¿No sacan diariamente a reyes y princesas, que han nacido en tan buenos pañales como los médicos?
BERALDO. -¿Tan indignado estás con él?
BERALDO. -Él será más cuerdo que los médicos, porque no los llamará nunca.
BERALDO. -Tiene sus razones para hacerlo, porque él sostiene que sólo las personas muy vigorosas y robustas pueden resistir a un tiempo los remedios y la enfermedad.
BERALDO. -Pues cambiemos de conversación… Respecto a lo de tu hija, no está bien que por un ligero altercado tomes una resolución tan violenta como la de encerrarla en un convento
Escena IV
ARGAN, BERALDO y FLEURANT, que llega armado de una lavativa.
BERALDO. -¡Cómo!… ¿Qué vas a hacer?
BERALDO. -¡Vaya una broma! ¿Pero es que no puedes pasar un momento sin lavados y sin medicinas? ¡Deja eso para otra ocasión y estate aquí tranquilo!
BERALDO. -¡Ande, ande!… Ya se ve que no estáis acostumbrado a hablar con la gente mirándole a la cara.
BERALDO. -¿Desastre por no tomar la ayuda recetada por Purgon?… Te vuelvo a repetir otra vez: ¿no habrá manera de curarte de la enfermedad de los médicos y de vivir bajo un continuo chaparrón de recetas?
BERALDO. -Pero ¿cuál es tu enfermedad?
Escena VI
BERALDO. -¿Por qué?
BERALDO. -Tú estás loco, y, por muchas razones, no quisiera que te vieran de este modo. Tranquilízate un poco, te lo ruego; vuelve en ti y no te dejes llevar de la imaginación
BERALDO. -¡Qué inocente eres!
BERALDO. -Y ¿qué importa que lo diga? ¿Es un oráculo quien te ha hablado? Cualquiera que te escuche creerá que Purgon tiene en sus manos el hilo de tu vida, y que con un poder sobrenatural te la puede alargar o acortar a su antojo.
BERALDO. -Habrá que convencerse de que eres un maniático que lo ve todo de un modo extravagante.
Escena VII
ANTONIA, ARGAN y BERALDO
BERALDO. -Las cosas te salen a pedir de boca; te abandona un médico y se te presenta otro.
BERALDO. -¿Otra vez piensas en eso?
Escena VIII
ANTONIA, de médico; ARGAN y BERALDO
BERALDO. -La semejanza es muy grande; pero no es la primera vez que esto se ha visto, y la historia está llena de casos semejantes. Son caprichos de la Naturaleza.
Escena IX
ANTONIA, ARGAN y BERALDO
BERALDO. -Parece muy inteligente este médico.
BERALDO. -Todos los grandes médicos son así.
Escena XI
ANTONIA, ARGAN y BERALDO
BERALDO. -Y ahora, querido hermano, puesto que el señor Purgon ha tarifado contigo, ¿quieres que hablemos de la colocación de tu hija?
BERALDO. -¿Y qué? ¿Qué importa que exista una inclinación si no ha de conducir a otro fin que al del matrimonio?
BERALDO. -¿Deseas complacer a alguien?
BERALDO. -Sí. Y puesto que es mejor hablar a cara descubierta, te confieso que es a tu mujer a quien aludo. Tan intolerable como tu obstinación en las enfermedades es la obcecación que padeces por ella, hasta el extremo de no ver los lazos que te tiende.
Escena XII
BELISA, ANTONIA, ARGAN y BERALDO
BERALDO (Saliendo de su escondite). -¿Te has convencido?
Escena XIII
Escena XIV
CLEONTE, ANGÉLICA, ARGAN, ANTONIA y BERALDO
BERALDO. -¿Te opondrás aún?
BERALDO. -Se me ocurre una cosa, hermano. ¿Por qué no te haces médico tú también? Esa sería la mejor solución, porque entonces lo tendrías todo en tu mano.
BERALDO. -¿Estudiar? La mayoría de los médicos no saben lo que tú.
BERALDO. -En el instante de vestir los manteos y calarte el birrete te lo sabes todo.
BERALDO. -¿Quieres que despachemos ahora mismo?
BERALDO. -Y aquí, en tu misma casa.
BERALDO. -Sí. Yo tengo amigos en la Facultad que vendrán al instante para que celebremos la ceremonia en la sala. Además, no te costará nada.
BERALDO. -Te aleccionan en cuatro palabras y te dan por escrito el discurso que debes pronunciar. Mientras tú te vistes con más decencia, yo voy a avisarles.
BERALDO. -Que nos divirtamos un rato. Los comediantes han concertado una mascarada parodiando la recepción de un médico; propongo que nosotros tomemos también parte en la farsa y que mi hermano represente el papel principal.
BERALDO. -Más que burlarnos, es ponernos a tono con sus chifladuras y, aparte de que esto quedará entre nosotros, encargándonos cada uno de un papel, nos daremos mutuamente la broma; el Carnaval nos autoriza. Vamos a prepararlo todo.