La Afectividad y la Autoridad
1. La importancia de la afectividad
Los adultos, con su madurez y conocimientos, deben saber dar respuesta a las necesidades de los niños. Con su respuesta ante posibles dificultades, mostrarán a los niños cómo superarlas, cómo asumirlas y, por tanto, cómo ser capaces de aumentar sus competencias y poder superar las pequeñas frustraciones que puedan generarse ante las contradicciones. Se trata pues de no confundir la afectividad con la sobreprotección. La sobreprotección no estimula las propias posibilidades, no favorece la comprensión de la realidad ni la posibilidad de asumir el reto que implica la adaptación al medio en el que se vive, siendo fundamentales para el desarrollo de la autoestima, ya que se constituirán en factores positivos de comprensión de la realidad, de aceptación de las situaciones, más allá de los caprichos, y reforzarán el análisis objetivo frente a la propia subjetividad.
2. Autoridad
Paralelamente a esta afectividad, los adultos deberán asumir la necesidad de actuar con autoridad, ya que constituirá el otro extremo del mismo eje educativo posibilitando la estabilidad emocional y la seguridad de los menores a la vez que el funcionamiento adecuado del grupo familiar. Esta autoridad deberá basarse en la objetividad, la razón y el bien común.
Características de la autoridad:
- Objetividad: se establecen unas normas que escapan de los deseos personales.
- Razón: se argumentarán dichos criterios y respuestas, lo que permite la comprensión y la generalización. También se deben asumir y comprender las consecuencias que se derivan de su incumplimiento.
- Bien común: se asumen los criterios, ya que, además del propio bien, se ponen en juego las relaciones y funcionamiento global del grupo al que se pertenece (familia o comunidad).
La persona que detenta la autoridad no actuará siguiendo sus caprichos ni su único punto de vista, sino que considera el bien común de forma dialogante aunque no siempre negociadora: dialogante para explicar y favorecer la comprensión de las pautas que plantea, pero no negociadora, porque hay momentos en que se debe tomar una decisión necesaria y, quizás, impopular. Puede, en algún caso, flexibilizar la situación teniendo en cuenta las circunstancias.
De esta manera, el objetivo que se persigue con la autoridad familiar es construir un mensaje que pueda ser adecuado a lo largo del proceso educativo, transmitido según los menores lo puedan ir comprendiendo. Debe realizarse desde el primer momento en el que los niños puedan comprender y se debe hacer de forma continua, no intermitente, ya que tendría repercusiones negativas en el desarrollo y comprensión de los propios menores. Dicha autoridad viene conferida por la responsabilidad de educar y guiar a los menores en el proceso de desarrollo y del conocimiento de las necesidades (cuidados materiales, culturales, psicológicos y morales).
3. La dualidad afectividad-autoridad
Es necesario el equilibrio entre la autoridad y la afectividad, debiendo ser asumidas de manera clara y equitativa por ambos progenitores. En este sentido, es fundamental evitar que se establezcan roles que lleven a los menores a creer que uno de los adultos es responsable de aspectos cotidianos y, por tanto, se le atribuye la autoridad y al otro la afectividad (comprensión, la falta de implicaciones…), ya que genera actuaciones negativas en los menores a la vez que crea situaciones contradictorias. Ante posibles discrepancias no deberá haber desautorización por parte de ninguno de los dos. Una vez planteadas las responsabilidades o conductas se buscan las condiciones para su cumplimiento y se analizan las dificultades para resolverlas. A partir de esta situación se estimula su cumplimiento y, si es preciso, se favorece que haya consecuencias ante la falta de respuesta, ya que se ejerce la autoridad. Estas consecuencias no deben interferir en el diálogo, en la comprensión con lo que interviene la afectividad, y no por ello deben dejar de cumplirse. Estas consecuencias serán mucho más eficaces que cualquier castigo no siendo necesario actuar de forma punitiva, pero sí posibilitar que los menores comprendan qué pasa cuando no se actúa como es necesario, por lo que hay unas consecuencias lógicas de la actuación.
Cabe considerar también que en los momentos de crisis, ya sea por el momento evolutivo de los menores (etapa de autoafirmación entre los 3-6 años, adolescencia) o por las circunstancias de los adultos (posible separación de la pareja u otras circunstancias) es fundamental no modificar este tipo de actuación y este modelo educativo, pues la desorientación que se provocará en los menores aumentará las repercusiones de momentos de cambio que es cuando mayor equilibrio de los adultos precisan.
Las Normas y Límites
Otro de los criterios como eje del proceso educativo son las normas y límites, que deben tenerse en cuenta y respetarse para hacer posible el funcionamiento individual y, especialmente, la convivencia.
Las normas son acuerdos consensuados básicos entre los adultos y los menores, que posibilitan el funcionamiento, la convivencia y la relación en un grupo. Serán un elemento fundamental e imprescindible, por lo que deben ser aceptadas para regular el comportamiento adecuándolo a ellas. Las normas limitan las conductas y actuaciones individuales, por lo que constituyen uno de los puntos clave de la autoridad.
Para que se puedan aceptar, es fundamental garantizar que se entiendan y se comprenda su necesidad. El adulto ha de velar con su ejemplo, actitudes, argumentos y explicaciones de su comportamiento. Al haber una comprensión, los menores avanzan en el proceso de la maduración social, con el análisis del marco de referencia para adecuar sus comportamientos, no en función de unos objetivos inmediatos para ellos, sino en función del bien individual y grupal. Aunque se comprenda la conveniencia de una conducta habrá momentos en los que no apetezca cumplirlas, o que entren en juego otras circunstancias (emociones y demás), y se producirán dificultades para cumplirlas.